LEONARDO KOURCHENKO
Una vez más el sistema de justicia de Brasil brinda al mundo, y especialmente a Latinoamérica, una enorme lección de independencia e imparcialidad.
El fiscal Rodrigo Janot presentó acusaciones en contra del presidente Michel Temer, por haber recibido sobornos, en el primero de una serie de delitos que pudieran incluir: obstrucción de la justicia, conspiración para cometer delito, lavado de dinero, y quién sabe cuántos más.
Michel Temer llegó al poder luego de la destitución de la presidenta Dilma Rousseff por una investigación semejante que concluyó en una falta administrativa: la señora Rousseff había cubierto déficit fiscal y presupuestario para destinar fondos a otras iniciativas del gobierno. Es decir, había mentido. No se pudo comprobar si había formado parte de un complejo aparato de corrupción (Red Lava Jato) donde se habrían recibido sumas estratosféricas por parte de compañías y empresas que recibieron contratos petroleros, entre muchos otros.
A medida que esa investigación aportó pruebas y recabó valiosos testimonios de decenas de involucrados, supimos que había muchos diputados que habían encubierto actos ilícitos a cambio de pagos considerables, funcionarios del gobierno y del Partido del Trabajo (PT) que postuló a Dilma y al histórico Lula (hoy también sujeto a investigación).
El vicepresidente Temer, aliado de un partido menor con quien Dilma tuvo que buscar alianza para ganar las elecciones, pareció lavarse las manos en el proceso y de hecho, no sólo no defendió a Dilma sino insinuó que los culpables tenían que pagar ante la justicia.
Así logró- según la Constitución brasileña- convertirse en presidente sustituto, para completar el segundo período para el que Dilma Rousseff fue electa con un reducido margen de victoria.
Ya desde ese momento en el 2016, millones de brasileños en las calles, demandaban la expulsión de Dilma, quejas de un gobierno corrupto y una extendida inconformidad alimentada en buena medida por la crisis económica, docenas de diputados fueron llamados a declarar, el propio líder del Congreso quien impulsó la causa de destitución de Dilma, fue también detenido y acusado.
Hoy parece que el agua llegó a la silla del señor Temer y el actual presidente, altamente impopular en Brasil, tendrá que hacer frente a la justicia.
La decisión estará ahora en el Congreso que debe votar si autoriza o no la imputación por parte de la Corte de Justicia. Si el juicio procede, lo vimos con Dilma, si los cargos son aceptados e inicia la investigación, Temer podrá ser separado de su cargo por un período de seis meses para permitir al fiscal construir el caso y aportar pruebas suficientes para proceder a la destitución. Si el Congreso no aprueba la investigación y la presentación de cargos, el fiscal deberá retirar las acusaciones y se cerrará el caso.
Más allá del desenlace del proceso, los diputados afines a Temer aseguran tener los votos suficientes para bloquear la acusación, la justicia brasileña muestra una vez más independencia y autonomía sin precedentes. Más de un político brasileño podría afirmar que otro presidente destituido podría arrojar al país a una crisis sin fondo, con la pérdida de credibilidad internacional, el deterioro de las condiciones de vida y un grave retroceso en la ligera recuperación económica de Brasil en los últimos seis meses.
Pero todas son consideraciones políticas, que a un juez y a un fiscal deben resultar secundarias por completo. Su trabajo consiste en procurar e impartir justicia, sin considerar las implicaciones de política económica o internacional.
A México le haría tanto bien contar con un sistema de justicia autónomo e independiente, con fiscales que puedan actuar al margen y contrapeso de las corrientes políticas, con jueces que hicieran caso omiso a las pretensiones y presiones de funcionarios y partidos.
A pesar de los retrasos y contubernios en el legislativo, existe aún esperanza en que el próximo fiscal independiente y el fiscal anticorrupción, puedan hacer un trabajo con la vitalidad, independencia y fortaleza jurídica de los brasileños. No por encarcelar o destituir a un presidente-que a muchos haría feliz por estas coordenadas- sino por emitir fallos y sentencias que terminen con la impunidad. Es el único camino.