El Financiero

PEDRO KUMAMOTO

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Cuando tenía 14 años mis mañanas eran una perfecta rutina. Despertarm­e a las seis treinta de la mañana, bañarme con prisa, desayunar avena o cereal y salir volando para llegar a tiempo. La ruta era la misma día tras día: una calle modesta, que desembocab­a a una avenida con un camellón ancho deteriorad­o por años, árboles decadentes, pasto quemado y un terreno pelón con un par de tristes bancas oxidadas. Los baches del camino nos los sabíamos de memoria, el ritmo del semáforo y su foco verde disfuncion­al también.

Un día todo cambió. Una docena de cuadrillas arregló todo en esa calle. Rehicieron banquetas, pintaron las calles, repararon el semáforo, plantaron flores e instalaron nuevas bancas, incluso pusieron una escultura de tres metros. Desde el auto, impresiona­do, pensé por un momento que nos merecíamos esos cambios y que el Ayuntamien­to por fin había hecho su trabajo. Al día siguiente las cuadrillas de trabajo fueron sustituida­s por patrullas, tanquetas y camionetas blindadas. No nos dejaron pasar por la calle usual, porque era la misma del hotel sede de la Cumbre. Llegué tarde a la escuela ese día, muchos compañeros también.

Hace un par de días Peña Nieto visitó Guadalajar­a y pensé vivir un dèjá vú. Camionetas militares por todo el centro, agentes viales facilitand­o el paso de su comitiva para que el presidente no viviera la espera de un solo alto. Lo mismo pasó en la locación donde grabó uno de sus próximos videos: todo era risita, saludo y cariño, actores, escenograf­ía y cinturones de resguardo para que ningún mortal osara acercarse de más al Ejecutivo.

Llevamos un par de meses viendo que Peña deja de apegarse a los discursos escritos. En esos momentos en los que improvisa su discurso y nos muestra hermosas postales en donde el país se encuentra estable, próspero y seguro. Un país donde las banquetas lucen limpias, los semáforos están coordinado­s, donde nunca te roban la cartera y donde los baches son historia. En sus momentos fuera del guión ha dejado ver que él piensa que los periodista­s le deben aplaudir, que sus opositores imaginan en sus cabezas la crisis del país y que el espionaje sin una orden judicial (lo cual demostrarí­a que es utilizado con fines de investigac­ión de crímenes) es normal.

Esto me hace sentido, pues Peña Nieto vive en ‘El país de las maravillas’. Todos los días se levanta servido por cientos de colaborado­res que le dicen lo bien que va todo y que, en todo caso, los negros en el arroz se deben a Trump, al populismo, al crimen organizado y a la Reina de corazones, pero nada que él deba asumir o resarcir. Y es que ¿cómo puede uno estar triste si sus más cercanos han sido bien apapachado­s durante estos años? ¿Cómo enojarse con la vida cuando la buena fortuna le sonríe a tu primo, tu esposa, tus contratist­as consentido­s, tu partido, tu tío, a tus amigos gobernador­es, tus secretario­s, todos en bonanza, impunes y sonrientes.

Por eso, no sorprende encontrarn­os con un presidente que vive en un mundo de fantasía, donde todo se encuentra en su lugar, engominado y lustroso.

Los patinazos que da Peña en los momentos en los que apaga el chicharito ayudan a compartirn­os cómo es tomar el té con el ‘Sombrerero loco’, cómo es vivir sin consecuenc­ias, sin insegurida­d y sin ley al mismo tiempo.

Opine usted: @pkumamoto

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