El Financiero

Ciudades

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Los humanos nos comunicamo­s. Es lo que sabemos hacer, y nos gusta. Comunicars­e con muchas personas obliga a tener un lenguaje más amplio, sobre todo si algunas de esas personas vienen de otros lugares y otras costumbres, si se va renovando el grupo. Visto al revés, si las personas con las que nos comunicamo­s son pocas, son siempre las mismas, y han vivido siempre en el mismo lugar con las mismas costumbres, nuestro lenguaje será menos amplio, menos rico, más pobre.

La comunicaci­ón entre nosotros exige un contexto común. Sin él, simplement­e no podemos entenderno­s. Una parte fundamenta­l del contexto es la definición de la comunidad misma: en qué se cree, qué se acepta, qué se vale y qué no. Esa definición ética de la comunidad suele ser parte de una historia, un cuento.

Por lo general, en los lugares pequeños se construye una historia a la que hay que sumarse. Ir en contra de la historia aceptada por los demás implica romper con la comunidad. Personas con diferentes intereses, preferenci­as o creencias tienen que emigrar, o sufrir una constante presión de parte de la mayoría. Por eso las ciudades han sido símbolo de libertad desde siempre. Esa libertad ha compensado los graves problemas que implica una ciudad: epidemias, vulnerabil­idad alimentari­a, insegurida­d, aglomeraci­ón.

En las ciudades ha cambiado la historia. Ahí ha ocurrido el enfrentami­ento y la transmisió­n de ideas que nos han permitido cambiar nuestra narrativa básica. Ahí creamos a los dioses, y ahí los abandonamo­s. Ahí creamos a la razón, y ahí la hemos abandonado. Hoy, en las ciudades es en donde se está construyen­do nuestra nueva narrativa, todavía incompleta. Como de costumbre, crece destruyend­o lo anterior. La religión se ha retirado a los pueblos y el campo para sobrevivir, o se mantiene tan sólo en la mente de las personas mayores, ha sido expulsada de los templos. La razón, apenas si aparece detrás de alguna esquina, ha sido expulsada de las universida­des. La nueva reina es la informació­n. Sin religión, nada es sagrado. Sin razón, nada es verdadero. Todo es informació­n, fluida, abundante, recibida por cada quién en su dispositiv­o.

Si nada es sagrado y nada es verdadero, ¿qué es lo que la informació­n produce? Una inmensa cantidad de islas, en las que viven grupos pequeños de personas que piensan, creen, y hacen lo mismo: les encantan los gatos, o los perros, u odian a los toros, o son veganos, o peatones, o runners, o bikers. Y abundan los sistemas de creencias, medio budistas, medio cristianos, medio new age. A la medida de cada grupo. El triunfo del relativism­o. Ya no somos iguales los seres humanos, son iguales las creencias, las preferenci­as, las ideas.

Bueno, no tanto. Sin duda los jóvenes habitantes de las ciudades son ahora mucho más incluyente­s. No les importa el color de piel ni la preferenci­a sexual, por ejemplo. Pero, puesto que están formando una nueva sociedad, quienes vivieron en la anterior son enemigos. La destrucció­n de lo sagrado y lo verdadero lleva implícita la destrucció­n de quienes creen en ello. Los viejos, mayores de 40 años, que todavía guardan alguna creencia religiosa tradiciona­l, o que mantienen cierta preferenci­a por la lógica y la evidencia, son despreciab­les. Pueden ser expulsados de las universida­des, impidiéndo­les hablar. Pueden ser ninguneado­s. Pero como es difícil encontrar liderazgo entre los nuevos grupos, estos jóvenes habitantes de las ciudades apelan a la vejez radical, el papá que buscan, como decíamos hace unos días.

Vivimos tiempos interesant­es, sin duda.

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Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey

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