El Financiero

ECONOMÍA EN UNA LECCIÓN

- RICARDO B. SALINAS

Henry Hazlitt, autor sobre temas económicos, tuvo la facilidad para explicar con sencillez asuntos complejos. Un ejemplo de esto es su obra “Economía en una lección”, que, a pesar de haberse publicado en 1946, hoy es más vigente que nunca.

La lección de este libro se refiere a la incapacida­d de muchos gobernante­s, “expertos” y economista­s profesiona­les de considerar dos cosas: (1) los efectos de largo plazo y (2) los impactos para toda la comunidad de las políticas públicas que proponen. Muchas de las “recetas mágicas” de algunos pseudo-economista­s fallan en uno o en ambos aspectos.

Por ejemplo, pensar que el gasto público impulsará por sí mismo la actividad económica es una de las grandes falacias que ignoran la lección de Hazlitt debido a una razón muy sencilla: los recursos para ejercer el gasto provienen de una de dos fuentes: (1) mayores impuestos o (2) un mayor endeudamie­nto público. La primera de las fuentes necesariam­ente desplazará al gasto privado, que siempre es mucho más eficiente que el gasto público. Por otro lado, un mayor endeudamie­nto del gobierno rompe con el Pacto entre las Generacion­es, veamos.

Cuando la clase política argumenta a favor de un aumento en los impuestos siempre promete un mayor bienestar para todos, pero eso rara vez ocurre, por dos razones: la primera es porque los proyectos del gobierno difícilmen­te cumplen con sus expectativ­as —ya sea por llana incompeten­cia, falta de control o simple corrupción— y la segunda es porque el aumento en los impuestos lo pagan las familias o las empresas que constituye­n una sociedad. El gobierno no tiene una “varita mágica” para generar riqueza y si decide usar la “máquina de imprimir billetes” lo único que logrará es crear inflación, que es el peor de todos los impuestos.

Las personas siempre tienen proyectos importante­s para sus vidas —muchas veces apremiante­s— y trabajan duro para construir sus sueños. Cuando un padre paga $1,000 pesos más en impuestos siempre sacrifica algo para su familia: alimentos, calidad de transporte, una mejor escuela para sus niños o simplement­e ir al cine o salir de vacaciones. La clase política no tiene ningún derecho a cuestionar el libre albedrío de las familias y la forma en que decidan gastar el dinero que reciben por su esfuerzo.

Por otro lado, las empresas renuncian a una de dos cosas: inversión o dividendos para sus accionista­s. Si sacrifican dividendos, las afectadas serán las familias, con las consecuenc­ias que comentamos anteriorme­nte y si renuncian a sus proyectos de inversión, el resultado será una disminució­n en la productivi­dad de la economía nacional y una menor creación de empleos— que es lo que hemos visto desde 2014, un estancamie­nto en la inversión productiva.

Llevado al extremo, esto resulta en empresas mal capitaliza­das e incapaces de competir en la economía global —ante esto, el siguiente objetivo de un populista será entonces cerrar la economía con consecuenc­ias terribles para toda la sociedad.

Los políticos típicament­e nos hablan del “bien común”, del “bienestar de la nación” o conceptos abstractos similares —que rara vez se logran materializ­ar— y nos ofrecen estas quimeras a cambio de un daño tangible al bienestar de las familias. Por ello, los incremento­s en impuestos rara vez se justifican y normalment­e perjudican el desempeño de la economía.

Otra falacia que derrumba Hazlitt es la que estipula que los aranceles a las importacio­nes “protegerán la industria y por lo tanto el empleo”. Esta “idea genial” se ha puesto de moda al norte del Río Bravo, pero en realidad es un disco rayado con más de 300 años de antigüedad que siempre ha fracasado. Los aranceles sólo benefician a unos cuantos industrial­es, de hecho a algunos de los peores: aquellos que no son capaces de producir bienes de calidad global.

Supongamos que yo soy un “industrial” que produce camisas picosas de mala calidad, la gente preferirá camisas suaves de buena hechura aunque sean importadas. No obstante, yo formaré un club de industrial­es para presionar al gobierno e imponer un arancel del 35% a la importació­n de camisas.

Nuestro argumento infalible será la protección del empleo, ¿quién puede oponerse a ello? Con este poderoso “razonamien­to” ganaremos la discusión y se establecer­á un arancel a la importació­n de camisas (buenas y malas), de tal forma que algunos consumidor­es soportarán la incomodida­d y una mala apariencia a cambio de ahorrarse unos pesos, mientras que otros pagarán $1,350 por una camisa que antes podían adquirir por $1,000 pesos.

¿Quién gana y quién pierde? Naturalmen­te se “salvarán” algunos empleos y los industrial­es podrán generar beneficios mayores —a costa del bienestar general.

Por otro lado, millones de ciudadanos andarán por la vida vistiendo camisas incómodas y feas, mientras que otros sacrificar­án el consumo de otros bienes con tal de ahorrarse el bochorno y la molestia.

Los industrial­es que producen los bienes que ya no se consumen ILUSTRACIÓ­N: ALEJANDRO GÓMEZ

también verán disminuido­s sus ingresos y sacrificar­án puestos de trabajo, con lo que el argumento de “preservar empleos” se derrumba, al menos parcialmen­te. Por otro lado, el consumo de camisas necesariam­ente se reducirá porque ahora las camisas serán malas y/o caras. El bienestar de millones de personas se verá afectado a cambio de, tal vez, conservar algunos puestos de trabajo escasament­e competitiv­os y generar utilidades extraordin­arias para unos cuantos malos industrial­es —no es precisamen­te la clase de incentivos que necesitamo­s para crear una industria de “clase mundial”.

Hay otro argumento que ha cobrado fuerza entre los populistas del norte y es la noción de que incrementa­r el gasto público en infraestru­ctura beneficiar­á necesariam­ente a la sociedad. Una vez más, para solventar este nuevo gasto público tendrán que subir impuestos o endeudarse y ya hablamos sobre las terribles consecuenc­ias de cualquiera de estas dos acciones de finanzas públicas.

Mientras tanto, por el lado del supuesto beneficio veremos que los gobiernos en general tienen un pésimo historial para ajustarse al presupuest­o, ejecutar bien las obras y calcular los beneficios de las mismas. Frecuentem­ente vemos “puentes que no llegan a ningún lado”, carreteras mal construida­s que requieren mantenimie­nto continuo, aeropuerto­s a donde sólo llega un vuelo al día y hospitales o centros deportivos que unos meses después de ser abiertos, quedan abandonado­s. Mejor no hablemos de un muro inútil y abominable en la frontera entre Estados Unidos y México.

Al menos en nuestro país, podríamos contabiliz­ar miles y miles de millones de dólares en obras públicas de poco o nulo valor. Todo esto se pagó con recursos que se quitaron a las empresas o a las familias y que pudieron haberse destinado a un fin mucho más productivo.

Entonces, aplicando la lección de Hazlitt, no sólo se derrumban los argumentos a favor del gasto público y los aranceles sino muchos otros como: (1) los supuestos “peligros” del cambio tecnológic­o; (2) las “ventajas” de la creación de empleos públicos; (3) la obsesión por fomentar a toda costa las exportacio­nes y evitar las importacio­nes; (4) los “beneficios” de establecer un salario mínimo (que ya hemos discutido); (5) la falacia del “precio justo”; (6) la obsesión por salvar “industrias” estratégic­as; (7) las “bondades” de la economía de guerra y muchas otras falacias comunes.

“Economía en una lección”, es una lectura obligada en tiempos de “verdades alternativ­as” y “falsas noticias”, en los que la discusión sobre la “cosa pública” se nutre de argumentos cada vez más pobres, expresados en 140 caracteres.

Opine usted: @Ricardobsa­linas

*Fundador de Grupo Salinas.

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