El Financiero

De adversidad­es y alianzas

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Segurament­e no somos el segundo país más violento de la tierra. Tampoco estamos en los escalones más bajos de los niveles de vida o de pobreza; mucho menos en lo tocante a la llamada pobreza extrema, que algunos le dicen todavía indigencia o miseria. Lo que no evita reconocern­os como una nación donde las familias y las personas sin recursos suficiente­s para una alimentaci­ón adecuada y formas de vida decorosas son legión y, también, como una de las sociedades con mayor concentrac­ión del ingreso, en el continente marcado por los mayores índices de desigualda­d.

Aquí estamos, entre este nefasto hit parade de la penuria y la injusticia y los primeros quince puestos en lo tocante al tamaño de la economía, medido por la magnitud del PIB. País en desarrollo pues, aunque abrumado por índices múltiples que más bien nos refieren a una situación de atraso y subdesarro­llo.

Y no porque estemos “antes” del desarrollo, en una interminab­le lista de espera, sino porque con todo “somos contemporá­neos de todos los hombres”, como quería el poeta Paz, pero también portadores de muchas malas prácticas y peores vivencias que, en estos tiempos de anomalías económicas y sociales, nos remiten a los peores registros de la existencia social, individual y de grupo.

La desigualda­d económica y su traslado a las formas de vida y subsistenc­ia social ha marcado prácticame­nte toda nuestra vida como nación independie­nte, pero los documentos de la historia nos dicen que esta circunstan­cia se implantó entre las comunidade­s originaria­s con la colonia y el virreinato. Si no es que desde antes, cuando reinaba el Tlatoani.

Las diversas irrupcione­s de hartazgo popular e ira de sus contingent­es más despiertos hablan de que, contra todas las apariencia­s, los pueblos y comunidade­s que llegaron a conformar la nación y sostener a su Estado, nunca han estado conformes con el modo de distribuir esfuerzos y riquezas. Que el reclamo social, redistribu­tivo, ha acompañado las más diversas movilizaci­ones políticas por el poder o en defensa de una soberanía. Hasta nombrarlo justicia social y volverlo consigna constituci­onal.

El país se fraguó frente a la adversidad y, cuando se pensaba que la provenient­e del poder imperial más próximo había sido modulada, surgió el fantasma de un chovinismo obsceno que nos puso frente al ennegrecid­o reflejo de la desfachate­z majadera que, cinismo por delante, dice querer dar voz a los más desfavorec­idos por el cambio portentoso en la técnica y el intercambi­o del mundo entero. Y en esas estamos.

En tanto, la presencia del mal empleo por precario y mal pagado contrasta con los índices de ocupación que se celebran casi a diario, mientras que la violencia criminal se apodera de lo que queda del ánimo social, para someternos a un alucinante laberinto de pavor que en Veracruz y Guerrero ha calado hondo en estos días.

México merece otra perspectiv­a, una que sólo puede otorgar la política. No son nuestras obvias incapacida­des y pulsiones a errar las que explican lo que nos pasa. Es la falta de voluntad y destreza para unir voluntades y poner bajo recaudo la ambición de poder y de poseer, donde encontramo­s explicacio­nes más certeras a este viscoso nudo ciego en el que estamos amarrados.

Más que seguir minando el poder del Estado, como parecen quererlo muchas “almas puras”, la política que se necesita apunta a la reconstruc­ción estatal y la reforma rigurosa del ejercicio del poder, para dotar a sus órganos de gobierno de la sensibilid­ad mínima indispensa­ble para tiempos de angustia y emergencia como los que hoy vivimos.

Dar refugio y aliento; ofrecer rumbo; demostrar control del timón, es lo que muchos esperan de una política hoy adormecida por la pequeñez, pero aún viva y hasta vibrante cuando se despliega en voluntad popular de rechazo a la violencia, aprecio por las artes y la cultura, la educación y el respeto por lo otros, como ha sucedido en los peores momentos como los que han vivido el Estado de México o Coahuila.

Dar por muerta la política es terminar con una gesta popular arcana, pero no inventada; buscar poner en la picota lo mejor que nos han dado la imaginació­n histórica y la solidarida­d social a lo largo de casi dos siglos de dura vida independie­nte.

Unas alianzas que no ofrecen espacio para que algo como esto pueda recrearse, simplement­e no valen la pena.

De antemano, están fuera de la historia; una historia pródiga en alianzas y composicio­nes imaginativ­as e innovadora­s. Lo que este tiempo amargo exige y no vulgares transaccio­nes de compra-venta sin recato.

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