Deterioro y alianza
La crisis de 1982, la más profunda de la historia reciente, fracturó a las élites. Los empresarios del norte decidieron separarse del PRI y hacer política directamente, a través del PAN, al cual invadieron; en el PRI, el grupo modernizador se hizo del poder y los partidarios del Nacionalismo Revolucionario intentaron defenderse a través de una corriente democratizadora, que fue sólo un paso intermedio antes de su salida. Ya fuera del sistema, se aliaron con las diversas izquierdas para dar lugar al PRD. En el transcurso de una década, o poco más, el mapa político de México se transformó: pasamos de un partido casi único, heredero del nacionalismo revolucionario, flanqueado por dos grupillos testimoniales, a la competencia real por el poder.
La crisis de 1995, más brusca pero menos profunda que la anterior, precedida por el año más complicado en la vida política nacional desde 1928, abrió paso a una reforma trascendental: las fuerzas políticas que realmente competían decidieron aceptar a un árbitro que tendría todo el poder durante unas pocas horas, permitiendo el tránsito a la democracia, cumplido en dos momentos: en 1997, con el fin de la hegemonía priista en el Congreso; en 2000, con la cesión de la Presidencia.
Pero desmontar un régimen es un proceso complicado. El que se iba, corporativo y corrupto, seguía controlando áreas estratégicas (como energía y educación, por ejemplo), y 24 de los 32 gobernadores. El que llegaba tenía votos pero no riendas. Ganas, pero no personas. Como parte del pacto de fin de régimen, el control de los recursos dejó de estar en manos del Ejecutivo federal, y los gobernadores tuvieron no sólo más poder que nunca, sino también mucho más dinero.
Durante los veinte años que han transcurrido desde entonces, el Estado se ha debilitado de forma continua. El Ejecutivo federal no tiene poder; el Legislativo no tiene orden; los gobiernos estatales no tienen… vergüenza. El derrumbe del Estado nos ha llevado a niveles de impunidad extraordinarios. Si antes sólo se castigaba a los enemigos del presidente, ahora no se castiga a nadie: ni al crimen organizado ni a los corruptos ni a los raterillos. Simultáneamente, los márgenes fiscales (nunca muy grandes) se han ido acabando.
En suma, nos encontramos en una situación crítica. No porque haya problemas económicos serios, como en 1982 o en 1995, sino porque el acuerdo transitorio que se ocupó para dejar atrás al régimen de la Revolución ha llegado a sus límites. Ya no sirve para garantizar la distribución de poder, para establecer bases legislativas, o para financiar el gasto mínimo de los gobiernos, federal y locales. Por eso la elección de 2018 es un poco más importante que otras. Y por eso las dos estrategias partidistas que conocemos son una amenaza. Por un lado, el PRI parece decidido a dispersar el voto y ganar con 28 o 30%. Tal vez gane la Presidencia, pero tendrá minoría en las gubernaturas, y una fracción parlamentaria incapaz de llevar a cabo las reformas necesarias (electoral, institucional y fiscal). La otra opción, Morena, parece centrarse en la promesa de que una sola persona será capaz de cambiar todo. Ésta es una idea absurda, pero frente al derrumbe del que hemos hablado, lo es aún más.
Ninguna de estas opciones permitirá salir del proceso de deterioro en que nos encontramos. Por eso la idea de construir una alianza amplia es tan atractiva, así parezca poco posible consolidarla. Una alianza amplia, que incluya PAN y PRD, tendría desde hoy una mayoría de gobernadores, y seguramente mayoría legislativa en 2018. El programa de la alianza consistiría en las reformas que le he mencionado. Las personas no son tan relevantes como se cree. Ya veremos.
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Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey