El Financiero

La erupción de nuestro volcán

- PATRICIA MARTÍN

Malcom Lowry llegó a México el 2 de noviembre de 1936, el Día de Muertos, y mientras viajaba en un camión vio a un hombre morir a un lado del camino ante la indiferenc­ia general; después de un tiempo sólo se le acercó al moribundo un hombre que le sacó el dinero de los bolsillos. Este incidente fue el génesis de su famosa novela Bajo el volcán.

Para refrescar la memoria: Bajo el volcán sucede un Día de Muertos y relata el último día de vida de Geoffrey Firmin, ex cónsul arruinado y alcohólico que se ahoga en mezcal ante los ojos impotentes de su ex esposa y de su hermano. El extraño trío recorre las calles de Cuernavaca, rodeados de horrendos perros callejeros, famélicos y amarillos, de niños andrajosos que les piden monedas para comprarse calaveras de chocolate, y cuando pasan frente a una pared con un grafiti que reza: “No se puede vivir sin amar”, ven a un hombre que le quita el dinero a un indio que muere sobre la banqueta, y ellos simplement­e se alejan. Más tarde, cuando el hermano declara: “la verdad es que no hubiéramos podido hacer nada”, para excusar su cobardía, se vuelve evidente que el ex cónsul tiene que morir. Dante, Goethe, Blake, Joyce y Marlowe entre muchos otros escritores crearon una versión explícita de su infierno, y Lowry encontró el suyo en México: “A veces me siento como un gran explorador que ha descubiert­o una tierra extraordin­aria de la que nunca podrá regresar para contárselo al mundo: el nombre de esa tierra es el infierno”.

Lorena Herrera Rashid (Ciudad de

México 1972) presenta en la Galería Marso su nuevo cuerpo de obra, producido en Morelos: Bajo el volcán.

En la primera sala de la galería, Herrera nos sumerge en una selva ocre, seca e inmóvil donde realizó, con papel kraft, varias esculturas de las cuales sobresalen hojas de plátanos, de palma real o ramas que crean una vegetación disecada que nos remite a un arquetipo del paraíso tropical, pero que aquí nace de un montón de vasos y de platos de plástico.

En este mundo monocromát­ico sobresalen algunos ídolos, algunos tótems: una botella de Coca-cola pintada de colores, una silla de Corona, la típica cabeza de muerto que se ha vuelto una marca registrada de nuestra mexicanida­d.

Estas esculturas son cuadros que van cobrando significad­os, que diseminan mensajes.

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