Los complacientes
Es un síntoma ser incapaz de decir que no. También la necesidad de agradar a los demás y de evitar el conflicto, que es inconsciente, incontrolable, compulsiva.
Quienes se desviven por ayudar son fáciles de querer y algunos teóricos de la terapia familiar, como Virginia Satir, afirman que se trata de personalidades complacientes (ella les llama aplacadores) que aprenden desde niños a agradar a los otros, a no dar problemas, a esconder sus sentimientos y sus deseos: porque saben que así tendrán garantizado el amor de sus padres o por lo menos evitarán las conductas atemorizantes de un padre o una madre enojados. Aprenden que si son considerados y cuidan de los demás, estarán seguros y quizá hasta se sentirán queridos.
Mujeres y hombres hablan de historias difíciles durante el crecimiento debido a la escasez económica, al alcoholismo u otra adicción de alguno de los padres, a la discapacidad emocional de padres neuróticos, violentos, perfeccionistas o demasiado débiles y a quienes siempre intentaron apaciguar, cuidar o rescatar. Haber tenido hermanos con alguna enfermedad grave, física o mental, también es otra razón para desarrollar una personalidad protectora y dispuesta a lo que sea para agradar o rescatar.
El problema con las personas complacientes-aplacadoras-evitadoras de conflicto es que pierden la perspectiva de quiénes son al estar enfocados en los demás y al ignorar el contexto en el que ocurren las cosas: un hermano no debería hacer las funciones de una madre o un hijo pequeño no debería tener responsabilidades de adulto. Los menores que son como adultos pequeños lo hacen para protegerse, para sentirse seguros en un sistema familiar en el que las reglas no están claras, en el que nada se dice abiertamente y por eso aprenden a adivinar lo que los demás necesitan. Con el tiempo, dice Satir, estos “aplacadores” pueden llegar a convertirse sin querer, dados sus niveles excesivos de lealtad y generosidad, en facilitadores de conductas adictivas o codependientes, porque su concepto de solidaridad está por encima de su propio bienestar e integridad física y emocional.
Rescatar, cuidar, ofrecer ayuda aunque no se la pidan, estar disponible, ser generoso con todos menos con él mismo. Todo con tal de que lo amen, todo para evitar las peleas, los desacuerdos o la violencia. Todo para evitar el horror de verse a sí mismo como alguien que debería tener la capacidad de enojarse y hasta de alejarse de la gente que ama si la relación es enloquecedora.
Quizá habría que preguntarse qué estaría haciendo esa persona si ya no tuviera que preocuparse por su hija, marido, hermano o amigo. Qué haría con su vida, qué decisiones dejaría de aplazar, cuánto vacío sentiría sin tener de quien cuidar o a quien tranquilizar.
Los complacientes quieren hacer felices a quienes los rodean y dejarán de vivir su vida con tal de lograrlo. Son amigables, quieren ser útiles, dan y luego dan más, a veces más allá de lo sensato, porque al darse a los demás olvidan sus necesidades, negadas desde hace mucho tiempo. Han perdido la fe en su capacidad natural para hacerse amar, se han abandonado y han perdido el amor propio. Están convencidos de que el amor que reciben jamás será incondicional y creen que siempre hay un precio que pagar; piden perdón aunque no sean culpables; dicen sí porque el no les parece peligrosísimo.
La pregunta que hay que hacerse es si al intentar hacer felices a los demás se siente dolor o negación del yo. Reconocer las propias necesidades, pensar más en sí mismo y en lo que siente, meditar bien antes de decir que sí cuando en realidad quiere decir que no puede ser el principio para la rehabilitación de quien sólo sabe relacionarse con los demás complaciéndolos. Frente al cambio de lugar y hasta de identidad del complaciente, muchos se resentirán. Lástima.
Vale Villa es psicoterapeuta sistémica y narrativa. Conferencista en temas de salud mental.