Radiografía del olvido
@jrisco “A lo largo de seis años, el centro penitenciario de Piedras Negras estuvo sometido al crimen organizado. Los presos zetas entraban y salían a su antojo. En su interior se ocultaban sus líderes cuando se sentían perseguidos por las fuerzas federales. También fabricaban el utillaje necesario para su guerra: chalecos antibalas, uniformes policiales y militares, carrocerías modificadas.
“Pasado el tiempo, el santuario criminal empezó a funcionar como centro de recepción de las víctimas de las células zetas que operaban en Coahuila. Dentro, según la reconstrucción policial, se les hacía desaparecer con ácido o fuego en tanques de acero. Los restos eran arrojados a 30 kilómetros de distancia, en las aguas del río San Rodrigo”.
Fragmentos de una crónica del periodista Jan Martínez Ahrens, sobre uno de los “templos de la muerte” documentado por las autoridades federales, un lugar que era una cárcel mexicana.
¿Qué sucede en las cárceles de este país? Nebulosa y desconocida respuesta. Lugares olvidados, con seres humanos sin un trato digno, vacíos de cualquier rastro de derechos humanos.
La primera Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (ENPOL) 2016 que el INEGI presentó esta semana, documenta una realidad brutal: hemos hacinado a aquellos que han roto una norma jurídica y hemos dejado a un lado el siguiente paso y el que podría contribuir a disminuir la violencia en la que estamos insertos: la reintegración de los presos a la sociedad.
En teoría, una persona que entra a prisión pierde dos tipos de derechos: los políticos y el derecho a la libertad. En la práctica, una persona que delinque o que apenas se está determinando si lo hizo, pierde derecho de intimidad, a los servicios médicos, a tener agua potable, a ser visitado por su familia y, en algunos casos, hasta el derecho a los alimentos.
Según el ejercicio estadístico del INEGI, el 19.1% de los reclusos sienten miedo de estar en su celda, el espacio en donde pueden pasar 1 año o más de 40; miedo de un espacio que el 45.6% debe compartir con más de 5 personas –en casos muy extremos más de 20–, donde no sólo no están solos, sino que comparten cama… y miedo… y enojo. El Edomex, CDMX, Quintana Roo, Puebla y Chiapas son las entidades donde la problemática es mayor.
El contexto de violencia en el que estamos inmersos pocas veces nos permite pensar en las 211 mil personas que están en alguno de los 338 centros penitenciarios del país. La indignación, consecuencia de los delitos que lastiman a la sociedad, no nos da una pausa para saber qué pasa con aquellos que están cumpliendo una condena, cuyo principal propósito es el de la reinserción.
La ENPOL 2016 nos dibuja un escenario que imaginábamos, pero que delata la negligencia de gobiernos locales y federal por frenar las bombas de tiempo en que se convierten las prisiones. 12.5% de los presos duermen en la misma cama con otra persona, 30% no tiene acceso al agua potable, 12% no tiene un sitio para el aseo personal y 5% no tiene sanitario.
Si además pensamos que 3 de cada 10 presos ni siquiera han recibido una condena; es decir, ningún juez ha demostrado que sea responsable del delito por el que se le acusa, la preocupación aumenta. Negar derechos básicos aumenta el resentimiento social del que ya están formadas muchas de las personas en prisión (casi el 70% salió de hogares con violencia y adicciones).
El INEGI nos presenta una radiografía del olvido, territorios sin ley donde 1 de cada 4 fue abandonado por su familia. Sin embargo, la ENPOL también abre una brecha de oportunidad: 94% cree que puede reintegrarse a su familia, el 90% a un trabajo y el 40% a la sociedad. Quizá, a pesar de todo, el derecho a la esperanza es algo que no les han logrado arrebatar.
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