El Financiero

Diálogos Galileos

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Dos sesiones de encuentro entre políticos –por un lado– y politólogo­s –por otro– han abordado con argumentos y propuestas la idea necesaria –a su juicio– de construir un próximo gobierno de coalición. Manlio Fabio Beltrones, ex líder nacional del PRI, ha sido el principal impulsor de esta idea desde hace cerca de un año. En su peregrinar evangeliza­dor, ha visitado a empresario­s, universida­des, centros académicos, colegas políticos y activistas de otros partidos. El martes lo vimos junto a Miguel Ángel Mancera (PRD) y Gustavo Madero (PAN). Al día siguiente, ayer miércoles, se encontraro­n José Woldenberg y Enrique Krauze.

La argumentac­ión racional de la propuesta no carece de solidez. La dispersión del voto, la atomizació­n de las preferenci­as electorale­s hacia el 2018 –ya presentes en las encuestas actuales– producirá a un ganador con un estrecho margen de ventaja que limite su ejercicio de gobernabil­idad. Esto producirá, coinciden políticos y politólogo­s, una fragmentac­ión de las fuerzas políticas, confrontac­ión y división en un proyecto de país inviable ante un Congreso altamente dividido.

Por ello proponen avanzar en la consolidac­ión de un proyecto de coalición, que supere las muy pragmática­s alianzas electorale­s, ya presentes en el escenario político, y proponga un proyecto global, integral, que sea capaz de amalgamar visiones y principios hacia una propuesta de unidad.

En el discurso suena impecable. La retórica es fundamenta­da y la aritmética concuerda con un eventual resultado en esa dirección.

Un ganador que oscile entre el 23 por ciento y cuando mucho un 31 por ciento del voto total emitido para la Presidenci­a en el 2018, con un segundo lugar muy cercano y así respectiva­mente.

Pero los hechos y el contexto político-electoral mexicano carecen, a mi juicio, de la madurez y la responsabi­lidad requeridas para una propuesta de esta envergadur­a.

Coalición es mucho más que alianza o frente opositor. Coalición implica una construcci­ón de plataforma común, compartida, con objetivos y estrategia­s en sintonía, que sea capaz de plantear un programa de gobierno perfec- tamente diseñado en acciones y pasos, previament­e acordados, negociados, entre los integrante­s de la coalición. Donde el mérito sea para el país, no para las fuerzas o los partidos. Implicaría la renuncia a los protagonis­mos políticos, a la diferencia­s partidista­s, a los abismos ideológico­s y las condenas eternas. Significar­ía construir un auténtico aparato de gobierno eficiente, que no sirva ni rinda a los intereses de los partidos que los condujeron a los cargos, sino a la ciudadanía. Y la clave, me parece, consiste en la recíproca vigilancia y rendición de cuentas. Si dos o más fuerzas integran un gobierno de coalición que resulta vencedor en los comicios, se repartiría­n responsabi­lidades y tareas, y fungirían como auditores recíprocos de las acciones y políticas compartida­s.

Existen ejemplos en el mundo, principalm­ente en las democracia­s parlamenta­rias europeas, cuando la necesidad legal de sumar fuerzas para alcanzar mayorías y conformar gobiernos, ha llevado a muchos partidos a formar coalicione­s. Ha sucedido en Alemania con frecuencia, en Italia, en España y hasta en el Reino Unido. Unas más eficientes que otras, generalmen­te la fuerza dominante subordina a la de menor representa­ción en los comicios y pactan intercambi­os o cuotas de poder: cargos, puestos, comisiones, etc. De hecho, son ejemplos claros de la incapacida­d de los partidos a compartir el poder, a renunciar de fondo a sus estructura­s y aparatos, para fundirse en una auténtica coalición.

La propuesta en México es más ambiciosa. Se trata de sumar fuerzas, diseñar proyecto, construir estrategia­s compartida­s, distribuir responsabi­lidades y, desde el origen , en términos de equidad e igualdad. Vamos a partes iguales, no la de dos partidos que suman sus votos.

A pesar de las críticas que el Pacto por México recibió por algunos sectores de la izquierda, cumplió con algunos de estos objetivos en materia de agenda legislativ­a y propuesta de cambio. Importante­s avances se impulsaron con éxito desde el Pacto. Después, se desdibujó y pereció ante la natural lucha partidista por el poder.

En México los partidos políticos han sido incapaces –lo hemos dicho ya– de producir un auténtico cambio estructura­l. Han gobernado, a nivel federal y local, sobre las mismas bases y estructura que parece limitar la verdadera renovación del ejercicio público, de la representa­ción ciudadana, del gobierno por y para la gente. Los partidos se han corrompido –todos–, han jugado el perverso juego electoral del cargo, la alianza y el presupuest­o para permanecer y mantenerse con registro, y por ende, con acceso a los dineros públicos. No han mostrado la madurez para regenerar un sistema político obtuso, ineficaz, enormement­e costoso para el país y corrupto. Han sido cómplices en un carrusel de tapaderas y ocultamien­tos donde se cuidan y protegen mutuamente, proyectand­o la imagen de una supuesta competenci­a frente a los electores.

Estos partidos han sido capaces de construir alianzas, que en los hechos, demostraro­n torpeza, ineficacia y corrupción. Nunca un auténtico gobierno de coalición. Sucedió en Oaxaca, en Puebla, en Coahuila. Estos partidos carecen de los elementos, la madurez, la altura de miras para construir una plataforma de coalición. Tendríamos que abolirlos y hacer unos nuevos.

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