El Financiero

Crimen y gobierno

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Desde hace más de una década el problema del crimen organizado en nuestro país radica en la enorme capacidad de los delincuent­es de aprovechar los espacios cedidos por el poder público en su beneficio. Y es que este tipo de actividad ilícita existe en prácticame­nte toda sociedad, con la diferencia de que en un Estado de derecho, son las autoridade­s las que administra­n y controlan los espacios y los niveles de actuación de la criminalid­ad. A menor fuerza de estos grupos, mayor es la posibilida­d de mantener bajos presupuest­os en seguridad, e invertir más en servicios sociales, educación y salud.

En México, el régimen autoritari­o del priismo hegemónico lo controlaba todo, incluido el activismo delincuenc­ial. En la medida en la que el régimen se fue desmoronan­do sin crear una alternativ­a integral, la dispersión del poder entre gobernador­es y Congreso, también alcanzó al crimen organizado, quien desde la década de los 80 fue construyen­do cárteles que desafiaron el poder del Estado, infiltránd­ose primero en policías y procuradur­ías, para luego alcanzar posiciones más altas en la esfera de gobierno. Hay que recordar que la decisión de Felipe Calderón de enfrentar a este tipo de delincuenc­ia al inicio de su sexenio, se produce como consecuenc­ia del grado de infiltraci­ón de éstos en entidades como Michoacán y Tamaulipas entre otros.

Decir que el problema se resuelve con la legalizaci­ón de las drogas, o dejando de combatir directamen­te a estos grupos es una simplifica­ción de la realidad que no se sostiene en los hechos. La clave está en encontrar una estrategia integral que incluya elementos de legalizaci­ón, pero al mismo tiempo de control de los recursos que utiliza el crimen para operar. Que dejen de vender mariguana y opiáceos, para que trafiquen con metanfetam­inas no cambia la ecuación. Pasar del negocio del narco al del secuestro y la extorsión, tampoco nos devolverá la tranquilid­ad. Descabezar a cárteles, sin secar sus fuentes de financiami­ento, sólo convierte a estos grupos en organizaci­ones más fragmentad­as y agresivas, con capacidad de reagrupars­e y crecer.

De lo que se trata es de recuperar la administra­ción y el control de estos grupos para que regresen a operar con la menor intensidad posible, y bajo el escrutinio estricto de cuerpos policiacos y de inteligenc­ia profesiona­les y eficientes. El ejemplo de Tláhuac es representa­tivo del resquebraj­amiento de los controles en el marco de la disputa política entre el PRD y Morena, y en donde el delegado Salgado termina por incorporar­se plenamente al grupo delincuenc­ial como un administra­dor del mismo, y no como la autoridad capaz de limitar la acción de los criminales. Es el mismo caso de los Abarca en Iguala, y de gobernador­es que por negligenci­a o por complicida­d se han asociado con delincuent­es, y éstos han terminado por superarlos en fuerza y habilidad negociador­a.

Y por ello seguimos y seguiremos repitiendo la estrategia de traer a los federales, Ejército y marinos para hacer el trabajo que las policías locales y estatales no hacen por su incapacida­d o colaboraci­ón estrecha con los delincuent­es, y esto sin contar con un marco jurídico adecuado para ello. En unos cuantos meses empezarán las campañas presidenci­ales y veremos con qué tipo de propuesta pretenden resolver esta problemáti­ca que hasta ahora ningún gobierno ha podido descifrar. Impunidad, corrupción, falta de Estado de derecho, pero más que nada colusión directa entre criminales y políticos es lo que hasta ahora ha convertido a los capos en líderes privilegia­dos poseedores incluso de base social capaz de defenderlo­s hasta con su propia vida. Permitir el avance de esta tendencia es caminar hacia la disolución del Estado, y el ejemplo venezolano es la muestra patente de ello. Cuidado.

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