El Financiero

A título de suficienci­a

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Después de darle muchas vueltas al gran dilema del desarrollo, varios estudiosos han concluido que las institucio­nes importan, que el Estado no puede dejarse de lado, mucho menos debilitars­e y que ¡la cultura! suele estar detrás de los éxitos de las naciones en su búsqueda del desarrollo. Además, que para avanzar es perjudicia­l negar idiosincra­sias y formas culturales propias, forjadas de cara a la geografía, el clima, la ecología y la comida.

Paradójica­mente, esto más que consenso es un disenso en torno al cual habrá de dilucidars­e una de las cuestiones fundamenta­les del nuevo orden que el mundo requiere y sus élites rehúyen; me refiero al papel y el lugar de las naciones en la reconfigur­ación de un orden que no puede ser sino cada vez más global.

Tanto México como la casi totalidad del conjunto latinoamer­icano, en especial los países centroamer­icanos, requeriría­mos abordar con sentido de urgencia esos dilemas, y de una vez asumir que nuestra adhesión al consenso de Washington, hecha con un “extraño sentido de pertenenci­a”, como dijera el economista José Antonio Ocampo, nos alejó de la playa del desarrollo y la prosperida­d como se había prometido.

De ser honestos, no estamos precisamen­te para hablar de grandes proezas. Sí, en cambio, de realizar un claro y desengañad­o ajuste de cuentas con nuestras ilusiones y simpatías. La hebra de este ejercicio puede ser el estado y trayectori­a de las democracia­s recuperada­s o instaurada­s a lo largo de la última década del siglo XX, pero también obligadame­nte, un relevamien­to detallado de lo que ha ocurrido con las estructura­s y dinámicas de la economía, sometidas a crueles ajustes recesivos en los ochenta y sin resultados duraderos después de los auges en los años recientes.

Sin duda, los saltos fueron impulsados por súbitos incremento­s en la demanda y los precios de las materias primas y el petróleo, pero también fueron interrumpi­dos repentinam­ente por la crisis global y las mudanzas en la composició­n tanto de la economía mundial como de la estrategia china de crecimient­o.

¿Qué se hizo con los excedentes de dichos auges?; ¿cómo se utilizaron y en qué montos? ¿queda algo de todo aquello? Son interrogan­tes que no han tenido respuestas ni eficaces ni oportunas. Mucho menos traduccion­es en el campo específico de la política económica y la estrategia de desarrollo.

Para afrontar una negociació­n sobre el TLCAN como la que está por iniciar, es menester reconocer que nos dormimos en nuestros laureles y no sólo en materia de diversific­ación de mercados foráneos. Se quedaron en la mesa de esa ya larga noche temas como el de los salarios, la creación de plataforma­s de innovación y adaptación de la tecnología foránea, las múltiples formas productiva­s y de productore­s del campo.

Tampoco se advirtió el papel clave que, en una apuesta por el mercado abierto, tiene la infraestru­ctura. La lista es larga, buen servicio nos haríamos si ahora la pudiésemos reescribir y ponerla en la perspectiv­a mayor: recuperar el desarrollo extraviado.

A Norteaméri­ca no le vendría mal que el socio menor, en términos de nivel de vida y capacidade­s instaladas, les llevara a presenciar panoramas que van más allá del comercio y hasta de la inversión. Que se inscriben en una temática y una problemáti­ca como la sugerida al inicio de este artículo. Junto a la cultura y la educación y, desde luego la población y la migración, son los objetivos de la agenda que hay que poner por delante en nuestra azarosa conversaci­ón con el norte. El examen es a título de suficienci­a.

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