Los generales de Trump, ¿excepción por la necesidad?
El ejército y la Marina son, por mucho, las instituciones más respetadas de Estados Unidos. Durante las campañas electorales, los candidatos suelen mostrar respeto, deferencia y admiración por los héroes de guerra, además de proponer medidas para atender a los veteranos abandonados. En estos siete meses de gobierno, Trump ha sido ramplón e impulsivo, pero también consistente con su fascinación por los militares.
Hace muchos años que no se presenta una situación en la que tantos generales formen parte de un gabinete presidencial. En el círculo más cercano de colaboradores del presidente se encuentran los generales John Kelly –exsecretario de Seguridad Nacional y actual jefe de gabinete de la Casa Blanca–, James Mattis, secretario de Defensa, y H. R. Mcmaster, consejero de Seguridad Nacional. Los tres son oficiales de alto rango experimentados y su inclusión es motivo de entusiasmo porque se percibe que podrían ayudar a reestablecer el orden, la disciplina y el control en la administración federal. Son los adultos del gabinete.
Según Huntington, este aprecio por los militares no es nuevo ni se debe a las peculiaridades de Trump. Desde la segunda mitad del siglo XX, los militares se convirtieron en un grupo profesional, disciplinado y apartidista. De esos años data la separación de papeles entre líderes militares y civiles: mientras que los primeros obedecen a los segundos en áreas políticas, los segundos aceptan la maestría de los primeros en las operaciones militares. De aquí que los nombramientos de generales en posiciones que ocupan tradicionalmente civiles llaman la atención. Mattis es el primer secretario de Defensa militar desde George Marshall (1950-1951) y Kelly el primer jefe de gabinete de la Casa Blanca desde 1974.
Hay indicios de que los oficiales en el gabinete de Trump se han convertido en un círculo compacto, con gran incidencia en la formulación de la política exterior, con el secretario de Estado como aliado. El grupo ha sido el contrapeso más fuerte a la facción nacionalista que encabeza Steve Bannon, jefe de Estrategia de la Casa Blanca, responsable de las medidas más escandalosas del gobierno actual como la prohibición de entrada a viajeros de países musulmanes o la denuncia del acuerdo de París sobre cambio climático.
Los militares, por su formación y experiencia, suelen ser realistas, pragmáticos y escépticos sobre los motivos de las intervenciones. Su objetivo es mantener la preeminencia de Estados Unidos en el mundo. En un momento en el que el orden internacional resulta más volátil e impredecible que en la Guerra Fría, la primera misión de este grupo ha sido enmendar el legado de Barack Obama, en particular su indecisión de abrir frentes de combate y sobre todo desplegar más efectivos militares en las operaciones en el Medio Oriente. Una segunda misión ha sido modificar la percepción del presidente sobre la utilidad de la OTAN para Estados Unidos y la necesidad de realizar ataques aéreos puntuales en Siria. Por otra parte, los militares no han podido enfrentar la retórica inflamada de Trump. Kelly, en su nueva responsabilidad, ha admitido que el propio presidente está a cargo de su cuenta de Twitter.
Hay fundamentos para preocuparse de que los militares tengan mayor participación e influencia en la política exterior de Estados Unidos. Los grupos más liberales creen que depender de los militares sienta un mal precedente para el funcionamiento de las instituciones democráticas. Citan ejemplos de otros países con independencia de la madurez de sus instituciones políticas y de su grado de desarrollo socioeconómico. En otros tiempos y otras latitudes, el involucramiento de las fuerzas armadas en el juego político ha tenido repercusiones internas indeseables.
Estados Unidos ha tenido una relación ejemplar, única, entre civiles y militares. Ha sido así gracias a que los líderes civiles controlan y vigilan a los segundos. En el momento actual, con una Casa Blanca con conflictos entre facciones y con numerosos escándalos cotidianos, esta mancuerna se ha puesto de cabeza. A pesar de la calidad moral o la capacidad técnica que puedan tener los oficiales a cargo de responsabilidades de Estado, esperar que aporten la estabilidad, la coherencia y la disciplina que debería de tener un gobierno constitucional puede ser una ilusión y un peligro.
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