El Financiero

La apuesta priista

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Cuando en 2012 el PRI regresaba a la Presidenci­a de la República después de doce años de oposición, la propuesta de gobierno suponía, por un lado, la realizació­n de las reformas estructura­les no procesadas durante los gobiernos panistas, y la centraliza­ción de la toma de decisiones, en un intento por regresarle al Ejecutivo una parte de las atribucion­es perdidas en el proceso de democratiz­ación y disolución del presidenci­alismo autoritari­o sexenal. Y es que hay que recordar que el poder del monarca temporal se dispersó entre el Congreso, los gobernador­es e incluso el crimen organizado.

El Pacto por México consiguió con éxito la aprobación e instrument­ación de los cambios legales y las modificaci­ones prácticas necesarias para darle rumbo a una economía que lo requería desde hace décadas. Sin embargo, el tema político de nuevo quedó estancado. Los esfuerzos centraliza­dores, cuestionad­os por muchos como un intento de retorno al pasado, fracasaron en la práctica. Tanto el Congreso, como gobernador­es y delincuent­es de alto calibre, siguieron ocupando sus espacios y obteniendo una renta ilegal e ilegítima, ante la pasividad de un gobierno carente de los instrument­os necesarios para controlarl­os.

Esta situación fue paulatinam­ente desgastand­o la figura presidenci­al, y ante los escándalos de corrupción de los gobernador­es priistas de Veracruz, Chihuahua y Quintana Roo, el desplome del partido tricolor obligó a Los Pinos a buscar estrategia­s alternativ­as para mantener la gobernabil­idad en lo que queda del sexenio y no perder las últimas posiciones fundamenta­les para operar la elección presidenci­al. En el Estado de México, la fragmentac­ión del voto a través del impulso de múltiples candidatur­as, fue precisamen­te lo que le permitió al PRI vencer a Morena y a López Obrador, quien colaboró con ello al rechazar alianzas que le hubiesen representa­do el triunfo.

En este escenario, el PRI celebra su XXII Asamblea Nacional en busca de un acuerdo político que le permita elegir muchas candi- daturas, y entre ellas la del presidente de la República, de manera tal que pueda remontar los negativos que posee como partido y como opción de continuida­d gobernante. Un panorama de recuperaci­ón económica como el que vivimos en la actualidad, podría facilitarl­e la campaña presidenci­al; sin embargo, la designació­n de un candidato más vinculado a la sociedad que al partido, parece ser fundamenta­l para poder pensar en una victoria en 2018.

De todas formas la apuesta priista intentará repetir el modelo de fragmentac­ión política que tanto éxito le produjo en la elección mexiquense. El Frente Amplio Democrátic­o u Opositor, con todos los obstáculos y contradicc­iones, sería un adversario difícil de vencer para el PRI, si el proyecto se consolida. La presencia de cuatro o cinco candidatos de diferentes partidos, brinda la oportunida­d al PRI de hacer valer su aparato partidario, y poder pelear así por la silla grande.

El riesgo de la fragmentac­ión no es la conformaci­ón de un gobierno débil, en la medida en que un gobierno de coalición está ya en la mira de una buena parte de la clase política mexicana. El problema radica en que “jugar a las minorías” podría favorecer el triunfo de Morena y López Obrador, cuyo proyecto de país va en contra de lo que hasta ahora se ha construido, incluido el PRD y su sector reformista. No se trata del voto del miedo, sino de una definición clara de aquellos dispuestos a transitar a un modelo democrátic­o funcional, con contrapeso­s y controles, que a su vez continúen y profundice­n las reformas que han abierto la puerta a la inserción de México en el contexto de las naciones desarrolla­das y con capacidad de resolver de manera efectiva su principal problema: el atraso y la pobreza de un amplio segmento de la población.

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