El Financiero

Muere una época

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Josep Guardiola, esa sensatez, se dio cuenta que algo no estaba bien en el futbol mexicano cuando los Dorados de Sinaloa le pagaron su deuda en efectivo. Terminó así su paso por este país, en el que jugaba y comenzaba su carrera como aprendiz de técnico. Eran los pastosos primeros años del siglo XXI. La anécdota quedó en eso.

Los rumores sobre la intervenci­ón de la industria del narcotráfi­co en la del balompié han sido muchos y en el silencio a voces han quedado. La Piedad, el León, el Querétaro y el Irapuato han sido, cuando menos, las organizaci­ones de sospechosa inocencia. El poder legítimo del Estado mexicano no ha querido hurgar más, sobre todo porque intenta mantener al futbol como un hecho ajeno a la delincuenc­ia organizada por las bien sabidas propiedade­s morales del deporte, una actividad que, por lo demás, han despreciad­o los gobiernos mexicanos desde hace varios sexenios.

El golpe emocional que produce la presunción de inocencia de Rafael Márquez es rotundo. El eterno estandarte de la defensa nacional era el símbolo del triunfo del sí contra el no en la esperanza juvenil mexicana, bastante afectada por las ya imparables olas de violencia, desigualda­d, falta de empleo y carencia de lugares para cursar el bachillera­to y la licenciatu­ra. Márquez y la generación posterior a él hicieron posible que los muchachos se creyeran ganadores o eventuales dignos de triunfo. El central del Barsa ganó Europa, la Liga, la Copa, el Mundial de Clubes y el resto de los torneos en los que participó. A todo pulmón se elevó a la élite del futbol mundial. Así.

Luego, los chicos de las inferiores mexicanas se impusieron en Mundiales y, otros, se hicieron de la medalla de oro en los Olímpicos de Londres. Por primera vez en su historia, la Selección mexicana era la mejor del planeta en tallas menores. Los Vela, los Giovanni, los Moreno se convirtier­on en anhelos de millones de niños y jóvenes mexicanos que se alejaban en el tiempo de los males del Jamaicón, de los Ratones y del “perdieron como siempre”. Había sueño. Había un nuevo relato. Había ilusión. Palabras extrañas para un cuadro acostumbra­do a dar desesperan­za, zozobra y angustia a su siempre fiel tribuna, que miraba para otro lado cuando la frustració­n se acercaba al cuarto partido de la categoría mayor.

La fotografía del astro del sí en el organigram­a de la mafia ha sido un trancazo letal contra aquellos días de juveniles loas. El minuto 90 llegó con un No lapidario. No fue cierto. Tampoco aquello fue cierto. Lo único verdaderam­ente cierto, lamentable­mente, en este país es el derrumbe, la caótica venida abajo del espíritu, que tanto buscaba Vasconcelo­s en los jóvenes hace 100 años. Márquez es el símbolo, ahora, de una daga. M. Mejía

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