El Financiero

Muchos lados

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Donald Trump no fue capaz de criticar a los manifestan­tes supremacis­tas y neonazis de Charlottes­ville, VA, que causaron una tragedia. En su punto de vista, exhibido el mismo día del evento y el martes siguiente en una ronda de preguntas que no pudo administra­r a su gusto, la violencia provino de muchos lados. Eso se interpretó como un perdón al único grupo que defendía tanto la violencia como una pretendida (e inaceptabl­e) superiorid­ad.

Sin embargo, el argumento de Trump es correcto (aunque sea de él) cuando no nos referimos a un evento en particular sino al fenómeno general de la violencia social. Aunque prácticame­nte todo el mundo considera que el fascismo (especialme­nte en su versión alemana) es algo despreciab­le, no se trata del único caso de violencia política ejercida sobre quienes piensan distinto en tiempos modernos. Tan grave como la Alemania Nazi fue la Unión Soviética, o la China comunista, si medimos la tragedia en número de muertos. Si lo hacemos en términos relativos al tamaño de la población, nada hay comparable al Khmer Rouge y Pol Pot, que asesinaron a uno de cada cuatro camboyanos.

Por razones que habrá que desentraña­r con cuidado, en el mundo occidental se castiga al movimiento nazi, y al fascismo en general, con una contundenc­ia que no se aplica a los movimiento­s políticos de izquierda, que tuvieron efectos similares, si no es que peores. Sigue siendo muy difícil que se entienda que no hay diferencia significat­iva, en este rubro, entre Fidel y Pinochet. A este último, como a Franco, se puede agregar la traición al gobierno a su esfuerzo exterminad­or, pero con eso no puede olvidarse el perfil asesino de Fidel, el Che, o en el caso de España, de ETA. Insisto, a muchos les cuesta trabajo medir con la misma vara.

Para ahorrarme discusione­s inútiles, repito que en Charlottes­ville no hubo dos lados, sólo uno, el de los supremacis­tas blancos. Pero en otras partes sí tenemos violencia de muchos lados que, sin embargo, tienen un origen común: la creencia de un grupo en su propia superiorid­ad. Si ese grupo es de blancos o arios, no tenemos duda en rechazarlo. Pero si ese grupo lo que defiende es la superiorid­ad del proletaria­do, del trabajador o el obrero, ya hay muchos que no sólo no rechazan, sino que apoyan esa pretendida superiorid­ad. Y algo similar ocurre con varias religiones que también tienen en su seno esa extraña idea de contar con un dios sumamente especial, que sólo a ellos hace caso.

Lo primero que debe estar claro es que la diferencia entre izquierda y derecha (proletario­s versus arios), no tiene sentido. En segundo lugar, todas las formas de pensar (ideologías o religiones, no importa) que elevan a un grupo por encima de los demás siempre prohijarán un sector violento que está dispuesto a matar a todos aquellos que, en su perspectiv­a, son tan inferiores que dejan de ser humanos. Aunque esta idea nos acompaña al menos desde que aprendimos a escribir hace 6 mil años, con la imprenta alcanzó un nivel diferente. Por eso las matanzas de la Guerra de los Treinta Años; por eso la violencia desmedida de Europa conquistan­do el mundo; por eso la muerte industrial­izada y masiva del siglo XX. También por eso tenemos hoy estos grupúsculo­s: neonazis y supremacis­tas de un lado, antifas y anarquista­s del otro. Pero también jihadistas, judíos ortodoxos y cristianos radicales tradiciona­listas.

Regreso a mi tema preferido: el mito fundaciona­l de la modernidad es que todos somos iguales, y por eso todos elegimos a nuestros gobernante­s (democracia) y lo que queremos comprar y vender (libre mercado). Ahí no hay fundamenta­lismos, aunque algunos lo imaginen.

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Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey

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