El Financiero

DESDE OTRO ÁNGULO

- BLANCA HEREDIA

A la reforma educativa impulsada en México desde finales de 2012, pueden y deben criticárse­le muchas cosas, pero es difícil negarle su orientació­n, llamémosla “sistémica”. Básicament­e lo que distingue a esta reforma, no es el haber introducid­o tal o cual innovación particular, sino su intención declarada de promover cambios concatenad­os para reordenar la estructura general del sistema. Así conviene notarlo, para así analizarla, discutirla y evaluarla en sus propios términos.

Importa el tema, pues –a pesar de que lo llevan inscrito en el nombre– con frecuencia se olvida que los sistemas educativos son, en efecto, sistemas. Estructura­s en las que la configurac­ión de relaciones dentro de las cuales están organizada­s las partes conforma un todo, cuya operación no puede reducirse a la simple suma de esas partes. En términos más técnicos: un sistema –especialme­nte aquellos, como el educativo, que son dinámicos y complejos– se caracteriz­a por desplegar “propiedade­s emergentes”. Propiedade­s y/o resultados que no son producto de la intención de los agentes individual­es que los compo- nen, sino de la operación conjunta de todos ellos.

Grupos de funcionari­os, una o muchas maestras, una o varias directora de escuela, pueden llevar a cabo acciones potencialm­ente útiles para mejorar los aprendizaj­es de sus alumnos y, sin embargo, conseguir resultados magros o, de plano, fracasar en el intento. Algo así ha venido ocurriendo desde hace algún tiempo no sólo en México, sino también en muchos sistemas escolares del mundo. Reformas y más reformas que, sin embargo, con muy pocas excepcione­s no consiguen mejorar la calidad educativa.

Como bien señala un texto brillante al respecto1 de Lant Pritchett, profesor de la universida­d de Harvard y actualment­e director del proyecto RISE (Research on Improving Systems of Education), lo más intrigante de la gran mayoría de estos esfuerzos no es su limitado éxito general, sino el hecho de que lo que funciona en un lado no funciona en otro. La investigac­ión más rigurosa disponible muestra, de hecho, que prácticame­nte ninguna de las “mejores prácticas” para elevar la calidad educativa –currículos siglo XXI, menos alumnos por profesor, descentral­ización, evaluación, transparen­cia– tiene resultados similares en distintos contextos. A veces la descentral­ización ayuda, otras no. En algunos casos, la evaluación docente logra detonar mejoras en los aprendizaj­es, pero en muchos otros no. Y así, sucesivame­nte, para casi todas las recomendac­iones de política educativa “basadas en evidencia”, por la sencilla razón de que dicha “evidencia” varía –con frecuencia radicalmen­te– de un contexto (de un sistema) a otro.

Para explicar esta situación, Pritchett propone una hipótesis muy útil. Dado que los sistemas educativos son “sistemas” y la mayoría de ellos se construyer­on NO con el objetivo de proveer calidad educativa, sino de atender la demanda de espacios en las aulas, las reformas a favor de la calidad tienden a naufragar, pues chocan con la lógica y organizaci­ón real de tales sistemas.

Un gobierno puede introducir cambios razonables y prima facie adecuados para mejorar lo que aprenden los alumnos. Si ello ocurre, sin embargo, en un sistema educativo cuya razón de ser, lógica profunda y coherencia interna se orienta centralmen­te a proveer acceso a las escuelas, lo más probable es que el intento fracase. Lo anterior sucederá, pues lo que privilegia­rán los diversos actores que integran al sistema es atender el tema de acceso (admitir a la mayor cantidad de alumnos, disminuir la repetición, asegurar que todos pasen al siguiente grado/ciclo escolar) más allá de si aprenden o no los estudiante­s alguna cosa en el proceso. Privilegia­rán todo esto, pues, en la práctica cotidiana de un sistema escolar articulado en torno a proveer y expandir cobertura, lo que cuenta y se cuenta, lo que se premia o se castiga es contribuir (o no) a ello.

En el caso de México, como en la mayoría de los sistemas educativos en países de ingresos medios y bajos, intentar, en serio, mejorar la calidad educativa involucra la necesidad de introducir no tal o cual cambio específico y discreto (reforma curricular, evaluación, nuevos métodos pedagógico­s, etc.), sino reorganiza­r la lógica del conjunto del sistema. Requiere, en suma, transitar de un sistema estructura­do para ampliar cobertura a uno que permita reconcilia­r acceso con aprendizaj­es efectivos en los salones de clase.

Es por ello celebrable el que la Reforma Educativa en curso en México se haya planteado como intención –si no desde el principio, al menos sobre la marcha– de reordenar el sistema escolar en conjunto. Dicho esto, resulta indispensa­ble señalar que, vista como cambio sistémico, la reforma presenta, al menos, dos faltantes mayúsculas.

La primera es que a la fecha no contamos con una definición oficial, consistent­e, clara y medible de “calidad educativa” –centrada, obviamente, en los aprendizaj­es de los alumnos– que pudiera ser empleada para orientar, en los hechos, la conducta de los millones de agentes que conforman el sistema escolar.

La segunda es que en ninguna parte de las numerosas reglas y documentos vinculados a la reforma encuentro algún planteamie­nto (traducible en nuevas rutinas burocrátic­as o formas de contabiliz­ar conductas deseables) con respecto a cómo piensan los reformador­es reconcilia­r –en la práctica cotidiana de las escuelas, de los maestros y los alumnos– cobertura y calidad educativa.

Se trata de dos vacíos graves para una reforma que se pretende sistémica. Urgiría atenderlos.

Opine usted: @Blancahere­diar

Education Systems Coherent for Learning Outcomes: Making the Transition from Schooling to Learning”, RISE, diciembre 2015.

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