RECIEN HECHO
Para los egipcios el pan era símbolo de vida. Ellos construyeron los primeros hornos que los griegos perfeccionaron siglos después. A los helénicos les gustaba tanto, que inventaron más de 70 variedades. Los romanos de las clases menos favorecidas eran quienes más lo consumían, de ahí la frase que se le atribuye al poeta Juvenal: “Al pueblo pan y circo”, acuñada en el año 1400 a.c.
Siglos han pasado, por lo que la elaboración de pan condensa en un bocado años de evolución culinaria, pero sobre todo conserva esa recompensa placentera capaz de hacer romper hasta las dietas más estrictas.
A veces uno llega guiado por el olor, otras más, la vista se engancha con diferentes texturas. Escuchar el crujido de la corteza de una buena baguette o percibir el aroma y la esponjosidad de un brioche o una mantecada, es una experiencia que se pude transformar en adicción.
El secreto del buen pan radica en un único ingrediente: la masa madre. Es una mezcla de harina y agua fermentada por bacterias de ácido láctico y levadura salvaje que, si se conserva adecuadamente, puede durar siglos. Cada que se hace pan se le añade un poco de esa mezcla a la preparación habitual. Se debe seguir alimentando en dosis iguales de harina y agua, y conservarla a la temperatura adecuada para que la levadura no muera. Es benéfica para digerir mejor, y que el pan al interior sea suave y al exterior crujiente.
“Sin masa madre no existiría ese festín de texturas y aromas. La que usamos aquí la traje de Italia y tiene más de 105 años”, comenta Dominique Fritz, chef repostera de Patisserie Dominique, panadería y pastelería francesa.
Desde que tenía 5 años, Dominique ayudaba a su abuela a amasar; en su memoria se quedó el recuerdo reflexivo y armonioso de esa acción. Al establecerse en la Ciudad de México, ni siquiera había que meditar