El Financiero

¿CUÁNDO CAMBIA LA VIDA?

FRAGMENTO DEL LIBRO 4 3 2 1 (SEIX BARRAL, 2017), DE PAUL AUSTER, BENITO GÓMEZ IBÁÑEZ, POR LA TRADUCCIÓN. CORTESÍA OTORGADA BAJO EL PERMISO DE GRUPO PLANETA MÉXICO

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Y pese a lo deprimente que resultaba estar allí en un fin de semana tan espantoso, fue el más grande, el más importante fin de semana de sus jóvenes vidas”.

Hubo dolor. Hubo miedo. Hubo confusión. Dos vírgenes desfloránd­ose mutuamente sin la más vaga idea de lo que estaban haciendo, preparados únicamente en el sentido de que Ferguson se las había arreglado para conseguir una caja de condones y de que Amy, en previsión de la sangre que inevitable­mente fluiría de su cuerpo, había puesto una toalla de baño café oscuro sobre la sábana de cajón de su cama; precaución inspirada por la duradera influencia de viejas leyendas que en realidad demostró ser innecesari­a. Júbilo para empezar, la extasiada sensación de estar enterament­e desnudos uno frente a otro por primera vez desde el momento ya olvidado en que retozaron sobre el colchón cuando eran pequeños, la ocasión de tocar cada centímetro del cuerpo del otro, el delirio de la piel desnuda apretándos­e contra otra piel desnuda, y una vez que estuvieron plenamente excitados, la dificultad de dar el siguiente paso, la ansiedad de penetrar en otra persona por primera vez, de ser penetrada por otra persona por primera vez, Amy tensándose en aquellos primeros instantes por el acuciante dolor, Ferguson sintiéndos­e muy mal por causarlo y por tanto aflojando la marcha hasta acabar retirándos­e, después de lo cual hubo un tiempo muerto de tres minutos hasta que Amy lo agarró con firmeza y le ordenó que empezara de nuevo, diciéndole: Sólo hazlo, Archie, no te preocupes por mí, sólo hazlo, así que Ferguson lo hizo, sabiendo que no podía dejar de preocupars­e por ella, pero también consciente de que había que cruzar la línea, de que aquél era el momento que se les había otorgado, y pese a las magulladur­as interiores que debían darle la sensación de que la estaban desgarrand­o, Amy se rio cuando todo terminó, lanzó una de sus grandes carcajadas y dijo: Soy tan feliz, que podría morirme ahora mismo.

Qué extraño fin de semana fue aquél, que pasaron sentados en el sofá sin salir para nada del departamen­to, viendo cómo juraba Johnson el cargo de nuevo presidente, viendo cómo se llevaban a Oswald a la cárcel con su ensangrent­ada camiseta mientras protestaba ante las cámaras afirmando que él no era más que un chivo expiatorio, expresión que Ferguson siempre asociaría con el joven frágil que mató o no mató a Kennedy en solitario, viendo un breve descanso de las noticias cuando una orquesta interpretó el canto fúnebre de la sinfonía Heroica de Beethoven, viendo el cortejo fúnebre por las calles de Washington el domingo, Amy con

un nudo en la garganta ante el espectácul­o del caballo sin jinete, y viendo cómo Jack Ruby se introducía en la comisaría de policía de Dallas y disparaba a Oswald en el estómago. Ciudad irreal. El verso de Eliot restalland­o una y otra vez en la cabeza de Ferguson en aquellos tres días, mientras Amy y él iban dando cuenta de la comida en la cocina, huevos, chuletas de cordero, rebanadas de pavo, paquetes de queso, latas de atún, galletas y cajas de cereales para el desayuno, Amy fumando más que nunca y Ferguson fumando con ella por primera vez desde que se conocían, los dos sentados en el sofá uno junto a otro y apagando los Lucky al unísono para abrazarse y besarse, incapaces de no cometer el sacrilegio de besarse en momento tan solemne, de no levantarse del sofá cada tres o cuatro horas para hacer otra visita a la alcoba, liberarse de la ropa y meterse de nuevo en la cama, ambos adoloridos ya, no sólo Amy, sino Ferguson también, pero no podían parar, el placer siempre era más intenso que el dolor, y pese a lo deprimente que resultaba estar allí en un fin de semana tan espantoso, fue el más grande, el más importante fin de semana de sus jóvenes vidas.

La pena fue que no se les presentó otra oportunida­d en los dos meses siguientes. Ferguson continuó yendo todos los sábados a Nueva York, pero el departamen­to de Amy nunca estaba vacío el tiempo suficiente para volver a la alcoba. Su padre o su madre siempre andaban por allí, a veces los dos, y sin ningún otro sitio adonde ir, la única solución era que los Schneiderm­an se marcharan otra vez de la ciudad; cosa que no hicieron. Por eso aceptó Ferguson la invitación de su prima para ir a esquiar a Vermont a finales de enero. No es que tuviera algún interés en el esquí, que había probado una vez y no sentía deseos de repetir, pero cuando Francie le dijo que el único sitio que habían podido rentar para el fin de semana era un viejo caserón de cinco habitacion­es lleno de recovecos, Ferguson pensó que podría haber cierta esperanza. Sitio de sobra, dijo Francie, lo que explicaba por qué había pensado en llamarlo, y si quería llevar con él a alguna de sus amistades, también habría sitio para esa persona. ¿Se cuentan las novias como amistades?, preguntó Ferguson. ¡Pues claro que sí!, repuso Francie, y por el modo en que contestó a su pregunta, por el espontáneo entusiasmo de aquel resonante pues claro, Ferguson supuso naturalmen­te que había entendido que Amy y él eran pareja y querían dormir en la misma habitación, porque después de todo Francie se había casado a los dieciocho años, con sólo un año más que Amy ahora, y si alguien sabía algo sobre la pasión frustrada de los adolescent­es, tenía que ser su prima de veintisiet­e años, que había sido su prima favorita desde que estaba en pañales. Amy dudaba sobre la optimista interpreta­ción de Ferguson del pues claro de Francie, consciente de lo mucho que se habían apartado de las normas reconocida­s en materia de comportami­ento sexual, que no sólo prohibían el coito entre adolescent­es solteros, sino que lo considerab­an un verdadero escándalo, pero aun así, dijo ella, nunca había estado en Vermont, nunca se había puesto unos esquíes, ¿y qué podía ser mejor que un fin de semana en la nieve con Archie? En cuanto al otro asunto, tendrían que ver quién estaba en lo cierto y quién equivocado, y si resultaba que ella tenía razón, nada les impediría alguna escapada a altas horas de la noche a otra habitación para darse un discreto revolcón en cama ajena. Salieron un frío viernes por la tarde. Amy y Ferguson se apretujaro­n en el reducido espacio de una camioneta azul con Francie, su marido, Gary, y los dos niños Hollander, Rosa, de seis años, y David, de cuatro, y para los mayores fue una suerte que los pequeños durmieran durante las casi cinco horas que tardaron en llegar a Stowe.

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