El poder corrompe… por eso los contrapesos
Lord Acton, hace más de cien años, acuñó la frase: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. O en una jerga más coloquial, aunque no son equivalentes: “Fulano se paró en un ladrillo y se mareó hasta enloquecer”. En esta frase se resume por qué es esencial la existencia de contrapesos. Nótese que Acton no habla de la persona específica, ni de su origen social o económico ni tampoco de lugar o época. Parece que es una “ley universal”. Cualquier persona que tenga poder tiende a la corrupción. Y es que al ejercer el poder se gana de inmediato la sensación de que se controla, voluntaria o involuntariamente, a otros. Y esa sensación de control, que es efectivamente real, tiende a generar una suerte de lombrices en la cabeza que le insisten a la persona: “Aquí no hay realmente límites, puedo controlar esto o aquello”. Y muy pronto se convence que puede hacer mucho más, puede ejercer mayor control.
Y si nadie lo detiene, le pone un alto, continuará por ese camino, ampliando su sensación de poder, que se traducirá en mayor control sobre los demás pensando que todo lo puede. Sólo si tiene mecanismos internos que lo restrinjan, o bien alguna persona cercana que le diga al oído que se está excediendo, no tenderá entonces a la corrupción, como dijo Acton.
De ahí viene la importancia de los contrapesos en una democracia. Al ejercer autoridad, que se traduce en sentido estricto en ejercicio de poder, quienes tienen el poder público pueden tender a buscar más y más poder, más y más control. Para contener esa tendencia se han diseñado contrapesos que limiten el poder de quien tiene esa autoridad. Las democracias más avanzadas generalmente tienen una arquitectura institucional que provee y ejerce dichos contrapesos para asegurar un ejercicio de la autoridad, del poder, que sea equilibrado, que esté contenido.
Pero sucede también que los contrapesos formales existen pero no siempre funcionan. Los ejemplos abundan: el nombramiento de funcionarios que no cumplen los requisitos legales, un Congreso estatal sumiso ante los designios del gobernador en turno, o un juez controlado por el Ejecutivo. El poder del Ejecutivo avasalla a los otros poderes, incluso a órganos constitucionales autónomos. Esto es especialmente grave a nivel estatal y a nivel municipal. Ya nos parece la norma, pero no es como debe ser. De hecho, por ello en buena medida no funciona el federalismo mexicano tal y como debiera hacerlo.
El caso de la Fiscalía General de la República tiene estas características. Una Fiscalía que debe ser autónoma del poder Ejecutivo, que esté libre de presiones políticas para decidir a quién perseguir y a quién no, para decidir a quién procesar y a quién no. Todos los días nos lamentamos de que la PGR no actúe en ciertos casos y sí en otros, o al menos no queda claro por qué lo hace. Por eso es fundamental su autonomía del poder político y su resistencia a las tentaciones de la corrupción, con las garantías necesarias para su ejercicio cabal.
Pero la autonomía de la Fiscalía es una condición necesaria mas no suficiente. También se presenta el problema de que una persona que va a acumular tal cantidad de poder, fácilmente tenderá a concentrarlo y probablemente a corromperse. La probabilidad de que ello ocurra dependerá en primera instancia de la calidad moral y ética de la persona que sea el fiscal. Es indiscutible. Habrá quien independientemente de todo, aguante las presiones por mera convicción y fortaleza.
El desempeño de la Fiscalía no puede depender de esas características de la persona. También ella puede cambiar con el ejercicio del poder. Por ello es necesario acotar esas posibilidades y controlar esa tendencia casi natural a corromperse con contrapesos institucionales que lo limiten. Por ello la arquitectura institucional de la PGR actual, para convertirse en Fiscalía General, deberá tener una serie de contrapesos que acote, que limite el poder del fiscal.
De ahí la importancia de la discusión que se está llevando a cabo en el Congreso, con la muy activa participación de las organizaciones sociales que están en el debate. No basta que quien ocupe la Fiscalía tenga legitimidad y autoridad moral. No basta evitar el llamado “pase automático” del procurador Cervantes por las dudas que existen sobre su imparcialidad. Se requiere establecer con toda claridad una serie de contrapesos que controle, que contenga el ejercicio del poder. Y eso es lo que está en discusión el día de hoy.
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