TLC, salarios e interés nacional
Una extraña disonancia ha acompañado a la segunda ronda de negociaciones del Tratado de Libre Comercio. Mientras existe una creciente presión favorable al alza de salarios en México, es precisamente el gobierno de nuestro país el que se muestra más reacio a esta posibilidad. De hecho, el viejo dogma consistente en el aserto de que mantener los salarios bajos sería una ventaja comparativa, persiste, tan sano como en los noventa, en los gobernantes mexicanos encargados de la representación de los intereses nacionales. Esta idea dogmática no sólo es falsa, como se ha mostrado en las crisis recientes, sino que promueve un bajo nivel de vida y un estancamiento para los de abajo, mientras impulsa el progreso de los de arriba a costa de los primeros.
Estados Unidos y Canadá, en voz de sus representantes, han abogado por incluir en la renegociación un compromiso para que cada país cumpla con sus leyes en materia de salarios –y con convenios internacionales que hubiera suscrito– de tal manera que, si así no lo hiciera, sea vea sujeto a una serie de sanciones. Esto quiere decir que el salario tendría que ser remunerador y el trabajo digno, ambas cosas deseables, pero no mucho más, aunque se reaccione como si fuera una petición revolucionaria.
No deja de ser perverso y penoso a la vez que se justifique en nombre del interés nacional una política salarial que piense la precariedad como virtud, tal como lo ha hecho, por ejemplo, la CTM en voz de Carlos Aceves del Olmo; o la Coparmex, cuya generosidad ha llegado a la propuesta de tener un salario mínimo que, de 80, pase a 92 pesos, lo que acaso restituiría el poder adquisitivo que este ha perdido en los últimos meses a causa de la inflación. El observatorio de salarios de la Universidad Iberoamericana ya había argumentado, hace más de un año, es decir, antes de esta escalada inflacionaria, que el mínimo debería llegar a 16 mil 400 pesos mensuales para alcanzar una vida digna. Nadie lo ha planteado.
Habrase visto en país alguno que sean las centrales obreras extranjeras –la Unifor canadiense– las que denuncien contratos de protección patronal, mientras las nacionales los festinan. Y, al contrario de lo que se ha dicho, no son sólo las diferencias entre países las que condicionan la asimetría salarial, sino que, en el pasado reciente, ésta se ha amplificado aun en sectores idénticos. En Canadá y en Estados Unidos, durante el tiempo de vigencia del tratado, el salario de operadores en la industria automotriz ha incrementado alrededor de 10 dólares, en tanto que en México ese incremento ha sido solamente de dos dólares (Nueva Sociedad, septiembre de 2017). Aquí no gana el interés nacional, sino las oligarquías de siempre.
Los más rabiosos devotos del libre mercado se niegan a ver que esa precariedad autodeterminada es la principal condición de posibilidad del volumen de informalidad que persiste en la economía mexicana.
Quizá el desenlace sea que los negociadores que representan a México deban aceptar la ratificación del Convenio 98 de la Organización Internacional del Trabajo. Tal instrumento no es una panacea, pero obligaría a una inmediata renovación de las instituciones del trabajo que, aparejada a una reforma laboral pendiente, podría abrir espacios hacia una mayor libertad sindical y una dinámica distinta de negociación colectiva. Sería, además, un primer paso hacia el salario decente que rechazan gobierno y empresarios.
Es cierto que el salarial es un tema interno, como muchos, pero no parece que sea la soberanía lo que impulsa la defensa de los bajos salarios. En otros aspectos, los promotores de nuestra pobreza soberana han sido más bien impulsores de la privatización extranjerizante, y sólo menciono al respecto el tema de la integración energética, acerca del cual se han mostrado tan aquiescentes los negociadores mexicanos –con el secretario Ildefonso Guajardo a la cabeza–, echando así por tierra cualquier esfuerzo al respecto en materia de seguridad nacional.
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