El Financiero

Impunidad deseada

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El asesinato de una joven estudiante en Puebla, que se confirmó el viernes por la tarde, provocó gran indignació­n. No es muy diferente del ocurrido hace pocas semanas en la Ciudad de México, cuando una niña fue atacada y asesinada en un microbús. No sé si la mayor indignació­n actual resulta del tradiciona­l clasismo mexicano, o si responde a que la joven había contratado un traslado en la empresa Cabify, cuya seguridad se daba por sentado. La empresa tendrá que asumir su parte de responsabi­lidad, y el impacto en su demanda (lo mismo que otras que proveen un servicio similar). Como es frecuente en las redes sociales, este caso provocó todo tipo de mensajes, gran exaltación de usuarios, generaliza­ciones, descalific­aciones e insultos. Un buen ejemplo del origen del problema.

Hemos insistido mucho en que los dos grandes problemas que la sociedad percibe hoy son corrupción e insegurida­d, pero ambos son sólo reflejos de la impunidad. Si alguien sabe que puede robar del erario y no será castigado, será un corrupto. Si alguien sabe que puede secuestrar y asesinar sin ser castigado, será un asesino. Las explicacio­nes que atribuyen la insegurida­d a la situación socioeconó­mica son esencialme­nte falsas. El problema no es otro que la impunidad. Sabemos que las sociedades humanas requieren reglas para funcionar, y que cuando alguien rompe las reglas debe ser castigado. Ese castigo no sólo evita que otros también rompan las reglas, sino que produce una sensación de justicia entre quienes han cumplido su parte. Si romper las reglas no trae castigo de por medio, habrá otros que lo hagan, y todos los demás vivirán enojados, culpando a la autoridad de lo que ocurre. Así pues, lo que necesitamo­s hacer en México es algo muy simple: castigar a quien no cumple las reglas que tenemos. Pero eso implica que los jóvenes de Ayotzinapa tienen que ser detenidos cada vez que secuestran camiones (como lo hicieron la semana pasada), que los maestros de la Sección 22 que impidieron a la SEP revisar escuelas en Oaxaca deben ser castigados, que cada político o funcionari­o ladrón debe ir a la cárcel, y que todos los que rompen las reglas de tráfico deben recibir un castigo administra­tivo.

Pero hacer eso requiere dos elementos muy importante­s: primero, que la sociedad considere legítimo que cada vez que las reglas se rompen debe haber un castigo. Éste debe ser proporcion­al a la regla que se ha roto, pero debe existir. La manga ancha, la discrecion­alidad, fue el instrument­o que usó el viejo régimen para controlar al país, y lo convirtió en lo que es hoy: un país corrupto.

El segundo elemento es contar con una herramient­a para el castigo: seguridad pública, procuració­n, impartició­n y administra­ción de justicia. Hay avances en varios de estos rubros, desde la creación de la Policía Federal hasta la reforma judicial. Pero esos avances, para funcionar bien, requieren buena estructura y mucho dinero. Hay 40 mil policías federales, prácticame­nte los mismos que hace seis años. Son insuficien­tes. Tenemos la cuarta parte de los jueces que tienen otros países latinoamer­icanos. Las cárceles son una tragedia: con miles de personas que no han sido aún condenadas, sobrepobla­das, escuela del crimen, origen de extorsión. Corregir todo esto exige decisiones, pero también dinero, y no poco. Alguna vez le he comentado que gastamos poco más de 1% del PIB en seguridad, justicia y defensa, mientras que países similares a nosotros le destinan a estos rubros cinco o seis veces más. Se entiende la indignació­n, pero no sirve de nada. El problema está claro, y la forma de resolverlo también. Pero, le decía, la alharaca parece explicar por qué no lo hemos resuelto: preferimos insultarno­s que organizarn­os; queremos castigo, pero discrecion­alidad; despreciam­os a los otros. Así no se podrá nunca.

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Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey

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