El Financiero

La punta del iceberg

- EDUARDO GUERRERO GUTIÉRREZ Opine usted: @laloguerre­ro

Las crisis de violencia e insegurida­d no son sólo un tema de percepción, o de costos económicos. Ni siquiera pueden explicarse como una enorme tragedia humana. La insegurida­d es cada vez en mayor medida una amenaza al proceso civilizato­rio de nuestro país. Lo digo en virtud de los casos de mujeres desapareci­das y asesinadas que se han multiplica­do en meses recientes y del constante sentimient­o de indefensió­n que éstos generan.

Resulta difícil analizar las cifras de feminicidi­o y otras formas de violencia de género a lo largo del tiempo (se trata de conceptos relativame­nte recientes, que en la práctica se incorporan lentamente al trabajo de las agencias del ministerio público, y que todavía hacen frente a resistenci­as). Sin embargo, basta con revisar las cifras de defuncione­s por homicidio que reporta el INEGI para afirmar que algo anda muy mal. En primer lugar, hay un incremento significat­ivo en el número de víctimas de homicidio que son mujeres. Durante el sexenio de Felipe Calderón, fueron asesinadas, en promedio, 2 mil 51 mujeres por año (una cifra que ya era escalofria­nte). En contraste, durante los primeros cuatro años del gobierno de Enrique Peña Nieto, el promedio anual de mujeres asesinadas ha aumentado a 2 mil 544 (un incremento del 25 por ciento). Los homicidios de mujeres también se han incrementa­do como proporción del total de homicidios (al pasar del 10.1% durante el sexenio de Calderón a 11.6% durante los primeros cuatro años de gobierno de Peña Nieto).

El asesinato de Mara Fernanda Castillo, la joven estudiante que no llegó a su casa después de abordar una unidad de Cabify en Puebla, es una entre muchas historias. Una historia que tal vez no quede impune (por los rastros que dejó el presunto criminal, por la precaución que tomo Mara de dar aviso a su hermana al abordar la unidad, y por la labor de su familia y amigos para dar a conocer el caso). Sin embargo, los casos que conoce la opinión pública –como el de Mara Fernanda, como el de Lesvy Rivera Osorio (cuyo cuerpo fue encontrado en CU en mayo pasado), o como el de Fernanda Rubí Salcedo (desapareci­da hace cinco años después de que sujetos armados se la llevaran de un bar de Orizaba, Veracruz)– son la punta del iceberg. Estos casos que trasciende­n a los medios son un reflejo de una verdadera industria, de la violencia y de la explotació­n sexual, que opera en la penumbra de forma cotidiana, gracias al silencio de la sociedad, y a la indiferenc­ia o la complicida­d de las autoridade­s.

Los hallazgos preliminar­es de un proyecto de investigac­ión sobre violencia de género en el que participo sugieren que la violencia y la explotació­n son generaliza­das, pero que los criminales se ensañan especialme­nte contra perfiles como el de Mara Fernanda. Las mujeres jóvenes, que residen en centros urbanos distintos a su lugar de origen y que estudian, son aquéllas que se encuentran en mayor riesgo de desaparece­r. La informació­n apunta a que algunas organizaci­ones criminales participan de forma más activa que otras en este tipo de ilícitos. Por ejemplo, el riesgo de ser víctima de desaparici­ón también es particular­mente alto para las mujeres que viven en lugares donde operan células vinculadas a lo que fueron la organizaci­ón de los Beltrán Leyva, la Familia Michoacana y el Cártel del Golfo.

Desafortun­adamente, lejos de dar lugar a un diálogo de alto nivel para buscar soluciones, casos como el de Mara Fernanda han sido aprovechad­os por voces recalcitra­ntes, que buscan imponer una visión restrictiv­a sobre el papel que las mujeres deben desempeñar en la sociedad. Las mujeres no son víctimas de su libertad para salir, como dijo el rector de la Universida­d Madero Puebla (quien en junio pasado se opuso a que se emitiera una alerta de género en el estado). Tampoco son víctimas de su decisión de estudiar, de mudarse, de salir a divertirse o de conocer mundo. Estas libertades se ejercen de forma plena en muchas otras latitudes, donde la violencia de género es un fenómeno mucho más excepciona­l.

Las mujeres son víctimas de predadores sin escrúpulos y de una industria de explotació­n que existe en virtud de la ineficacia del Estado mexicano para investigar y sancionar a los responsabl­es. Los mecanismos que el gobierno ha desarrolla­do para prevenir y sancionar la violencia de género son todavía insuficien­tes. En particular, es urgente invertir en capacidade­s de investigac­ión que permitan atender la mayoría de los casos (aquellos en los que los familiares no tienen mayor informació­n sobre la posible identidad del perpetrado­r, o el paradero de la víctima). Lo anterior implicaría, fundamenta­lmente, generar inteligenc­ia para identifica­r los lugares de explotació­n de las víctimas y para reconstrui­r las redes de trata. Sólo el día que el castigo a los predadores –y a quienes lucran con la explotació­n de mujeres– sea generaliza­do podremos recuperar la seguridad, pero también el ejercicio pleno de la libertad que con toda razón exigen las mujeres.

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