La punta del iceberg
Las crisis de violencia e inseguridad no son sólo un tema de percepción, o de costos económicos. Ni siquiera pueden explicarse como una enorme tragedia humana. La inseguridad es cada vez en mayor medida una amenaza al proceso civilizatorio de nuestro país. Lo digo en virtud de los casos de mujeres desaparecidas y asesinadas que se han multiplicado en meses recientes y del constante sentimiento de indefensión que éstos generan.
Resulta difícil analizar las cifras de feminicidio y otras formas de violencia de género a lo largo del tiempo (se trata de conceptos relativamente recientes, que en la práctica se incorporan lentamente al trabajo de las agencias del ministerio público, y que todavía hacen frente a resistencias). Sin embargo, basta con revisar las cifras de defunciones por homicidio que reporta el INEGI para afirmar que algo anda muy mal. En primer lugar, hay un incremento significativo en el número de víctimas de homicidio que son mujeres. Durante el sexenio de Felipe Calderón, fueron asesinadas, en promedio, 2 mil 51 mujeres por año (una cifra que ya era escalofriante). En contraste, durante los primeros cuatro años del gobierno de Enrique Peña Nieto, el promedio anual de mujeres asesinadas ha aumentado a 2 mil 544 (un incremento del 25 por ciento). Los homicidios de mujeres también se han incrementado como proporción del total de homicidios (al pasar del 10.1% durante el sexenio de Calderón a 11.6% durante los primeros cuatro años de gobierno de Peña Nieto).
El asesinato de Mara Fernanda Castillo, la joven estudiante que no llegó a su casa después de abordar una unidad de Cabify en Puebla, es una entre muchas historias. Una historia que tal vez no quede impune (por los rastros que dejó el presunto criminal, por la precaución que tomo Mara de dar aviso a su hermana al abordar la unidad, y por la labor de su familia y amigos para dar a conocer el caso). Sin embargo, los casos que conoce la opinión pública –como el de Mara Fernanda, como el de Lesvy Rivera Osorio (cuyo cuerpo fue encontrado en CU en mayo pasado), o como el de Fernanda Rubí Salcedo (desaparecida hace cinco años después de que sujetos armados se la llevaran de un bar de Orizaba, Veracruz)– son la punta del iceberg. Estos casos que trascienden a los medios son un reflejo de una verdadera industria, de la violencia y de la explotación sexual, que opera en la penumbra de forma cotidiana, gracias al silencio de la sociedad, y a la indiferencia o la complicidad de las autoridades.
Los hallazgos preliminares de un proyecto de investigación sobre violencia de género en el que participo sugieren que la violencia y la explotación son generalizadas, pero que los criminales se ensañan especialmente contra perfiles como el de Mara Fernanda. Las mujeres jóvenes, que residen en centros urbanos distintos a su lugar de origen y que estudian, son aquéllas que se encuentran en mayor riesgo de desaparecer. La información apunta a que algunas organizaciones criminales participan de forma más activa que otras en este tipo de ilícitos. Por ejemplo, el riesgo de ser víctima de desaparición también es particularmente alto para las mujeres que viven en lugares donde operan células vinculadas a lo que fueron la organización de los Beltrán Leyva, la Familia Michoacana y el Cártel del Golfo.
Desafortunadamente, lejos de dar lugar a un diálogo de alto nivel para buscar soluciones, casos como el de Mara Fernanda han sido aprovechados por voces recalcitrantes, que buscan imponer una visión restrictiva sobre el papel que las mujeres deben desempeñar en la sociedad. Las mujeres no son víctimas de su libertad para salir, como dijo el rector de la Universidad Madero Puebla (quien en junio pasado se opuso a que se emitiera una alerta de género en el estado). Tampoco son víctimas de su decisión de estudiar, de mudarse, de salir a divertirse o de conocer mundo. Estas libertades se ejercen de forma plena en muchas otras latitudes, donde la violencia de género es un fenómeno mucho más excepcional.
Las mujeres son víctimas de predadores sin escrúpulos y de una industria de explotación que existe en virtud de la ineficacia del Estado mexicano para investigar y sancionar a los responsables. Los mecanismos que el gobierno ha desarrollado para prevenir y sancionar la violencia de género son todavía insuficientes. En particular, es urgente invertir en capacidades de investigación que permitan atender la mayoría de los casos (aquellos en los que los familiares no tienen mayor información sobre la posible identidad del perpetrador, o el paradero de la víctima). Lo anterior implicaría, fundamentalmente, generar inteligencia para identificar los lugares de explotación de las víctimas y para reconstruir las redes de trata. Sólo el día que el castigo a los predadores –y a quienes lucran con la explotación de mujeres– sea generalizado podremos recuperar la seguridad, pero también el ejercicio pleno de la libertad que con toda razón exigen las mujeres.