Septiembre, amargo festejo
Y no, no me refiero a las lamentables muertes y damnificados que ha dejado el sismo en Oaxaca y Chiapas. Me concentro en la historia -suma de desventuras-, el presente y el futuro que se vislumbra a 207 años de la Independencia.
Empiezo por las inexactitudes. La Independencia se alcanzó el 27 de septiembre de 1821, pero la celebramos el 15 de septiembre de 1810, cuando el cura Hidalgo dio el grito en Dolores.
Acorde con lo mismo, el santoral de nuestros héroes se enuncia cada año, pero se omite el nombre de quien consumó la Independencia, Agustín de Iturbide, quien soñaba con un destino manifiesto. Sobre los cimientos del imperio azteca y español se levantaría el nuevo coloso.
Efímero sueño de grandeza. Texas se declaró independiente en 1836, Antonio López de Santa Anna encabezó el Ejército para someter a los rebeldes. La expedición fracasó. Se perdieron la guerra y la dignidad.
(Ciento ochenta y un años después, la frontera y la historia nos recuerdan la humillación y la tragedia. La herida está viva y sangra. Texas es uno de los estados más grandes y prósperos de EU. De este lado, en cambio, se ha perdido el control del territorio y el crimen organizado reina y gobierna en amplias zonas de la frontera).
Las desventuras no acabaron allí. El sueño imperial terminó en pesadilla. La vocación de dominio estaba del otro lado, incubada en las colonias británicas que formaron EU. La guerra de 1846-48 culminó con la perdida de la mitad del territorio nacional.
La fuerza y prosperidad del vecino contrastaba con la anarquía y el caos en México. Los conservadores importaron un Emperador. Los liberales se levantaron en armas. Gesta de Juárez, pero también realpolitik: el gobierno del benemérito firmó el oprobioso tratado Mclane-ocampo.
Vino después el Porfiriato. Estabilidad, paz y crecimiento. Pero ese mundo poco tenía que ver con el boyante y potente desarrollo del capitalismo del otro lado de la frontera. La historia terminó en revuelta y revolución.
Surgió entonces el Constituyente del 17. La Revolución y la promesa de democracia efectiva, no reelección, revestida de justicia social. Puros sueños guajiros. El respeto y el ejercicio del voto fue un gran simulacro, lo mismo que el estado de derecho.
Hubieron de pasar cinco décadas entre la fundación del PNR y la primera reforma electoral que empezó a abrir espacios reales a las oposiciones en 1977-78. Diez años después vino un segundo tirón, la división del PRI, y el tsunami del 6 de julio de 1988.
Los cambios se aceleraron. La política empezó a correr tan rápido como la economía. Alternancia, pluralismo, liberalización del comercio, reducción del Estado, reformas todas, pero radicales y transformadoras.
El TLC y la democracia fueron los nuevos paradigmas que habrían de conducirnos a un verdadero desarrollo. EU dejaba de ser el enemigo histórico para convertirse en el socio de una zona de prosperidad y entendimiento. El fortalecimiento del estado de derecho vendría por añadidura.
Trump hizo trizas ese giro histórico y cultural. Ni socios ni buenos vecinos. Muro infranqueable. Pero no es el único. John Kelly, jefe de Gabinete, agrega otra razón: el riesgo que representa López Obrador para la estabilidad de México y, consecuentemente, para EU.
Pero la entera responsabilidad está de este lado. La alternancia potenció la corrupción. Asistimos a un verdadero aquelarre de impunidad y cinismo. A ese mal se han sumado otros iguales o mayores: violencia e inseguridad como espanto diario y cotidiano.
Y ya se sabe. A toda acción corresponde una reacción. AMLO está de pie, lanza en ristre, no por mérito propio, sino por los excesos de corrupción e ineficiencia del gobierno de la República, aunque el resto de la clase política no se salva.
La victoria del ‘rayito de esperanza’ sería, en el menos peor de los casos, un regreso al PRI de Echeverría y López Portillo. Ese es el horizonte enormemente riesgoso que la furia –justificada– de muchos impide ver y la ambición desmedida de otros pretende minimizar.
Así que, ¿festejo septembrino? Sí, pero amargo.