El Financiero

México, postal desde la distancia

- SALVADOR CAMARENA

Me tocó estar lejos de México el día del nuevo terremoto del 19 de septiembre. Y desde lejos redacto estas líneas en el día después de la tragedia que enluta a la nación.

Con esa distancia los veo, los oigo, los leo y, creo, que los siento.

No trivializo la muerte de un solo niño, adulto, o joven. No minimizo el desamparo en que han caído tantos que perdieron, así sea temporalme­nte ya no digamos en forma definitiva, su hogar en la capital y en muchos otros sitios de Morelos y Puebla luego del temblor del martes. Y no olvido que miles en Oaxaca y Chiapas sufren desde hace semanas por el otro temblor de septiembre. Sin embargo, creo que lo que se debe decir hoy es que les gustaría la postal que de México, en estas horas, se ve desde la distancia.

Porque se ven añosas manos de una señora en Tlalpan, que ayer pensó en esos que tendrían una jornada más complicada de lo habitual, tomó una jarra y se puso a regalar agua a quienes pasaban por ahí.

Desde acá se ve que nadie, nadie es nadie, se quiso permitir que sus manos sólo hicieran lo de todos los días.

Todos a llevar cosas, todos a preparar comida, todos a repartirla, todos a ayudar a conseguir ayuda, todos a orientar, todos a seguir instruccio­nes, prestos, todos, a formar líneas para remover lo que la tierra echó abajo, todos a corregir para que ya no traigan lo que no se requiere, todos a improvisar la mejor parte de sí mismo, esa que llega al extremo de ponerte en las manos de otro, poner las manos en función del otro.

No se veía un desmadre, nada de eso. Lo que se advierte todavía en las horas de la segunda tarde del sismo es ayuda en forma de marejadas, olas de energía humana que ora desplazaba­n víveres, ora pedían herramient­a especializ­ada, ora ofrecían luces o motociclet­as, ora están listos para depositar dinero, ora hacen lo que sea necesario con tal de no estorbar.

Se cayeron los edificios de nadie conocido y de repente eran los de todos: un pueblo responde al insoportab­le impulso de sacar hasta el último hombre y mujer que estuvieran debajo de toneladas de piedras y polvo. Los departamen­tos de otros convertido­s en edificios del barrio que somos todos.

Y los niños. Todos en silencio que las madres están clamando por sus hijos. Un país entero contiene la respiració­n para ver si alguno de los críos responde. Nadie merecía esto. Nadie. Pero menos que nadie los niños de Oaxaca, Chiapas, Morelos, Puebla y la Ciudad de México. Gritan las madres, gritan los rescatista­s, griten, por favor, sigan gritando, por todos esos niños, griten por todos los que faltan. No paren de gritar…

Perdón a los que robé imágenes o tuits al hacer este recuento. Que no quepa duda: el retrato lo hacen ustedes. Los ingenieros, los estudiante­s, los bomberos, las señoras de las Lomas y las de Xochimilco, los policías respetados como nunca, los albañiles que se lanzaron de inmediato, los oficinista­s que salvaron a sus compañeros, los que se preocuparo­n por los perros, los que ofrecieron su casa, los que respondier­on: ustedes.

Y mañana, o pasado, o la semana entrante, o el mes por venir, o en 2018 la normalidad retomará, para los más, su cauce. Y seremos los del lunes, no estos, sino los de siempre. Pero mientras eso ocurre, dejo estos apuntes de lo que vi en estas horas.

Por ustedes, un país está en pie. Y uno, a la distancia, hace lo mismo. De pie. Por ustedes.

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