De austeridades y otros pecados capitales
Con solidaridad y dolor con las víctimas del sismo, los niños y sus padres de la Rébsamen.
Hace ya muchos años, treinta y cinco desde que estallara la llamada crisis de la deuda externa, que los mexicanos tomamos contacto con la idea de austeridad y descubrimos su doble cara. De un lado, la referente a la disminución de los gastos del Estado, corrientes y de capital, generalmente destinados a aliviar o mejorar la situación de las regiones y grupos sociales vulnerables o de plano pobres. De otro, la que siempre se oculta bajo la forma de subsidios y rescates dirigidos a apoyar o de plano evitar la quiebra de empresas y personas a las que, de acuerdo con la reciente convención, más vale sostener porque son “demasiados grandes para caer”.
Este soporte se ha repetido al nivel mundial desde que estallara la Gran Recesión de 2008, cuando se decidió que era mejor salvar conglomerados financieros enteros, grandes empresas productivas como las automotrices; incluso, poniendo en riesgo la legitimidad del capitalismo democrático al pasarle la cuenta a la mayoría asalariada y, en especial, a sus minorías vulnerables y vulneradas.
El resultado ha llevado a la reproducción ampliada de la desigualdad de ingresos y seguridades, junto con la reaparición de la precariedad laboral, la inseguridad familiar y personal y, al final de cuentas y de muchas jornadas, al reclamo airado de miles de proletarios que han optado por la “solución” planteada por nacionalistas y racistas de todas laya, confundidos como populistas por analistas apresurados y desconocedores de la historia del vocablo y del propio capitalismo.
El hecho es que hoy, en Europa y Estados Unidos de América, se gestan temores e incertidumbres con la política, la democracia y el Estado y millones parecen dispuestos a repetir la nefasta historia de la histeria de masas que hizo posible el entronizamiento de Hitler y los fascistas para desembocar en la destrucción y auto destrucción masiva que conocemos como la Segunda Guerra Mundial.
Hoy como ayer el gran reto sigue ubicado en las ideas, en especial en aquellas que se alojan en las figuraciones y supuestos axiomas de la economía política moderna. Actual, sin duda, pero no muy alejada de las creencias que animaron a Hoover en Norteamérica o al Tesoro inglés a mantener una política fiscal suicida, de supuesta austeridad, que profundizó el pozo recesivo originado en las crisis bancarias y financieras y que desembocaría en la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado.
Y así vino la fractura del mundo de ayer con todo y sus democracias y liberalismos elementales y dogmáticos y la aparición de pregoneros y regímenes autoritarios y totalitarios que infestaron la más perdida de todas las décadas modernas. Por fortuna, ésta terminaría, pero no como un suspiro, en 1945 con el fin de la guerra, las bombas atómicas sobre Japón y la constitución de las Naciones Unidas y su enorme cauda de promesas y posibilidades civilizatorias.
Sin guerra ni fascismos militarizados, el presente parece ser reedición de aquellos
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