Y retiembla en sus centros…
Tiembla y retiembla la tierra. El suelo y las paredes se hacen gelatina. Crujen los edificios, gime el concreto, rugen los fierros, se gritan los tabiques unos a los otros. Renace ahí, sin que lo sepamos, otro nosotros posible.
Trepida la tierra y, en ese momento justo, el tiempo entra en modo suspenso. En ese cono innombrable: cada uno consigo mismo, cada uno a solas con sus amores y miedos mayores, cada uno con la muerte mirándole a los ojos.
Desconcierto, pánico, pasmo, silencio, sudor, asfixia, frío, gritos, llanto. Todo junto, en fragmentos, en episodios revueltos o sucesivos. Cada uno de nosotros descubriéndose a sí mismo en el terremoto; cada uno con lo que es y lo que puede, sabiéndolo o enterándose ahí mismo.
La mujer militantemente agnóstica que toma las manos de los que tiene al lado en su oficina y empieza a decir en voz alta un Padre Nuestro. El chico de traje fino que se hinca sin saber cómo ni cuándo sobre un piso lleno de cristales rotos. La chica menudita con tacones altísimos que intenta sostener el mundo con sus palabras de aliento. El niño que ve cómo se cae el plafón de su salón de clase y grita “córranle”. El joven fornido al que se le llena la cara de lágrimas. El señor de mediana edad que ayuda a todos a bajar las escaleras tambaleantes del edificio. La jovencita a la que le resulta imposible no dar órdenes mientras se pandean las paredes. La anciana que le ruega a su cuidadora que la deje y que se salve, por favor. Las niñas que gritan “ándenle, rápido”, mientras sus maestros dicen “orden, calma”. El hombre mayor que no puede casi caminar y que intenta calmar a todos. La joven que se hace bolita junto a una cama, mientras su edificio se desploma. La mujer que en lugar de subir al techo, intenta alcanzar la calle. El chofer de taxi que se encomienda a la Virgen de Guadalupe y trata de orillarse en el Periférico. La hija que se queda en la entrada de la casa y no puede subir por su madre enferma. El maestro que abraza y empuja a un lado a unos alumnos que van corriendo, justo antes de que se desplome la barda.
Primeras reacciones distintas, pero iguales todos frente a la tierra gruñendo y desbaratándonos las certezas más básicas. Igualados todos, durante ese minuto interminable, en la experiencia de fragilidad, vulnerabilidad e impotencia. Por un momento: en el país de la desigualdad, iguales todos.
Surge con fuerza descomunal, tras el temblor de la tierra, el país posible. Solidaridad imparable, generosidad infinita, trabajo incansable, imaginación chispeante, humanidad visible y palpable.
En este temblor se activaron entre nosotros resortes profundos y poderosos. Son resortes potentes porque nos juntan y nos hablan de nuestras reservas de poder inexplotadas.
Actos hormiga, actos heroicos, acciones conjuntas y concretas que nos ofrecen, para empezar, una imagen y una idea de nosotros muchísimo mejor que esa horripilante (por victimizante e infértil) en la que llevamos tantos años instalados. Resortes y actos que, sobre todo, nos dan un norte posible dónde más lo necesitamos: en el ámbito de la moral colectiva.
El postemblor nos abre un camino –sinuoso y complicado, pero un camino al fin– para pensar y ponernos de acuerdo entre nosotros, más allá de los modelos y “mejores prácticas” tomadas de otros, sobre lo que nos resulta aceptable e inaceptable en esta realidad nuestra. Esa realidad que nos mueve y conmueve, la que es posible, con todo y sus grietas, sus deformidades y sus conmocionantes bellezas, poderes y reservas. Esa que nos mostró por un momento que ante la vulnerabilidad todos somos iguales.