Perspectiva
En el terremoto de 1985, el gobierno federal (que entonces también lo era del DF), tardó en reaccionar frente a la tragedia. El Ejército acordonó los derrumbes, esencialmente para evitar saqueos, pero no para colaborar en los rescates. La destrucción fue mucho mayor a la actual, aunque la fuerza del terremoto, en la ciudad, fue de la mitad. No sólo cientos de edificios colapsados, con miles de muertos, sino daños a infraestructura muy serios. Entre ellos, la caída de la torre de Telecomunicaciones, que era el centro del sistema de esa época.
Apenas tres años antes habíamos sufrido la peor crisis económica en la historia reciente del país. Como referencia, en 1982 el dólar pasó de 25 a 150 pesos. Hoy, si quisiera usted comparar, deberíamos andar en 75 pesos por dólar. Dos meses después del terremoto, empezó la caída del precio del petróleo que nos llevó de 24 a 6 dólares por barril hacia marzo de 1986, cuando el petróleo era prácticamente lo único que exportábamos. La situación económica para mediados de ese año era desesperada, y sólo el ser anfitriones del Mundial de Futbol evitó una crisis social mayor. En julio de 1986, la elección en Chihuahua fue el primer gran fraude electoral documentado (otras elecciones pueden haber sido iguales, o peores, pero en ésta hubo evidencias contundentes). Al mismo tiempo, se expulsó a Jesús Silva Herzog del gabinete, consolidando el poder de los “tecnócratas”, cuyo líder, Carlos Salinas de Gortari, sería el candidato del PRI en 1988.
Esa secuencia de crisis, económica en 1982, social en 1985, política en 1986, representa el fin del régimen de la Revolución, que se fractura a fines de 1986 con la aparición de la Corriente Democratizadora del PRI, cuna de la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 y el nacimiento del PRD en 1989. El año terrible de 1994, con levantamiento zapatista, asesinatos políticos, y crisis financiera, alumbró el periodo democrático en que hoy vivimos.
Es decir, la reacción social al terremoto de 1985 es parte del proceso de transformación política de México, pero no fue, ni con mucho, lo más importante en ello. No hubo organización ciudadana a partir de la solidaridad frente a la emergencia, sino la reproducción del corporativismo en la forma de peticionarios de vivienda, a los que se sumaron huelguistas de la UNAM de 1985 para sostener la candidatura de Cárdenas y, eventualmente, el PRD, que capturó el aparato clientelar priista. De ahí vienen Bejarano, Padierna y Batres, lo mismo que Rosario Robles, Ímaz y Sheinbaum, todos ellos actores polí- ticos en CDMX por treinta años.
Creo que conviene recordar esto porque, como suele suceder, aparecen ahora ilusiones entre comentaristas y redes sociales acerca del impacto que la solidaridad actual pueda tener en materia política. Abundan absurdos como el de quienes festejan a los jóvenes por ser solidarios (puesto que suponían que eran apáticos) o la tontería de Álvarez Icaza sugiriendo demoler el gobierno (broma imprudente, tal vez). No falta entonces quien imagina a los jóvenes organizados en ese proceso de demolición del sistema político, construyendo quién sabe qué utopía.
La reacción solidaria es un fenómeno en sí misma, y merece el reconocimiento que ha recibido. La reacción de indignación con los partidos políticos y gobiernos es resultado del enojo previo con ellos, amplificado por la tragedia. No se pueden convertir estas dos cosas en premisas de un silogismo que da como resultado la ilusión política que cada quién trae en su cabeza. El avance logrado en México en los últimos 25 años no es despreciable. Lo que falta puede resumirse en dos conceptos: eliminar la impunidad y desarrollar capital humano. Lo primero exige decisión; lo segundo, transformación. Destruir y demoler, eso lo hacen los terremotos.
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Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey