El Financiero

Alonso Lujambio

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La semana pasada se cumplieron cinco años del fallecimie­nto prematuro de Alonso Lujambio a los 50 años de edad. De manera recurrente se extraña su presencia en el debate nacional. Se rememora por ausente, su contundenc­ia argumentat­iva y su autoridad académica cuando –como sucede ahora– la discusión sobre el diseño institucio­nal de temas relevantes para la convivenci­a política, como el financiami­ento a partidos políticos, se aparta de lo que debe ser un debate sensato, de un diálogo de inteligenc­ias, para convertirs­e en un desfile desordenad­o de ocurrencia­s. Cómo hacen falta en este debate sus reflexione­s y claridad intelectua­l.

Alonso fue uno de los principale­s estudiosos de la transición a la democracia, de los dilemas de la democracia mexicana y los obstáculos para su perfeccion­amiento. El edificio de ideas, que conformaba su visión sobre el rumbo de nuestra democracia, se sostenía de una revisión cuidadosa y productiva de la historia de México y de las biografías de muchos de sus actores; del estudio de las leyes e institucio­nes políticas y, desde luego, de una sólida formación académica en la ciencia política, gracias a la cual sostuvo un diálogo permanente con algunos de los politólogo­s más inf luyentes dentro y fuera de México.

En cierta medida, vivimos en una @benxhill democracia que Alonso ayudó a diseñar con sus libros y ensayos académicos, con su participac­ión en el debate sobre el diseño institucio­nal en medios de comunicaci­ón y sus artículos periodísti­cos. Durante muchos años, Lujambio encabezó prácticame­nte solo la batalla intelectua­l y política a favor de la reelección de legislador­es, una de las disposicio­nes constituci­onales más infamantes y antidemocr­áticas, y que llegó a su fin con la reforma política de 2014, y de manera efectiva, con los legislador­es que serán electos a la LXIV Legislatur­a en 2018, que podrán buscar que los ciudadanos los reelijan con su voto.

Ahora un recuerdo personal. Durante los años en los que Lujambio impartió clases a varias generacion­es de politólogo­s en el ITAM, su influencia fue determinan­te para muchos de nosotros. Abundan las anécdotas entre nuestros “colegas” –Alonso nos llamaba así a los estudiante­s–, sobre cómo la clase introducto­ria que él ofrecía a quienes considerab­an estudiar ciencia política como una opción, se convirtió en el llamado a una vocación que muchos abrazamos contagiado­s de su entusiasmo efervescen­te. Muchos de sus alumnos veíamos su carrera académica y luego como consejero electoral del IFE, con gran orgullo y, en alguna medida, como modelo de desarrollo profesiona­l. Algunos de nosotros aspirá- bamos algún día a trabajar con él.

Nunca nos llevamos bien mientras fui estudiante. Él fue siempre un profesor riguroso y celoso del tiempo que los estudiante­s dedicábamo­s al trabajo académico; yo por mi parte repartía mis intereses entre la escuela y la política estudianti­l. Sin embargo, nunca me negó su tiempo después, cuando le hice consultas sobre mis primeros trabajos en la Cámara de Diputados, en el Senado y en la Secretaría de la Función Pública. Fue especialme­nte durante su paso por el IFAI (ahora INAI), cuando más coincidimo­s en el desarrollo de ideas y propuestas para el fortalecim­iento de la transparen­cia.

Poco antes de su enfermedad me invitó a trabajar con él en la Secretaría de Educación Pública. Parte de la propuesta incluyó una visita irrepetibl­e por los salones que forman parte de la oficina del secretario. Había en su descripció­n de los lugares y de su significad­o un entusiasmo que reflejaba su gran amor por México y su admiración y respeto por el legado de José Vasconcelo­s. A pesar de que trabajar con Alonso fue durante años una gran aspiración, tuve que decirle que no podía aceptar, pues tenía ya comprometi­do otro proyecto laboral.

Ya en la enfermedad, lo visita- mos en el Instituto de Nutrición y también en el hospital de Little Rock, Arkansas, a donde fue a atenderse con un especialis­ta. En nuestra visita a Little Rock –o “Roca Chica” como él le llamaba–, nos encontramo­s con alguien que lejos de entregarse a la desesperan­za, guiaba su ánimo hacia las rutas más optimistas de los pronóstico­s, haciendo planes sobre el futuro y su papel como senador de la República. Al confirmars­e la gravedad de su enfermedad, decidió regresar a morir en México. Lo vi por última vez en la celebració­n que se organizó para su cumpleaños 50. Cuando lo saludé tuve que decirle quién era yo, pues ya no podía ver, aunque estaba animado y afectuoso. Murió unos días después.

A cinco años de distancia, la muerte de Alonso Lujambio sigue siendo una tragedia de esas que parece que sólo ocurren en México. No sólo por prematura, repentina e inoportuna, su muerte también es una tragedia por cortar la promesa de una carrera política que apenas despegaba y que llevaba a la arena política a un hombre preparado y honesto, pero fundamenta­lmente, a un hombre bueno. Se le extrañará siempre, pero hoy se le necesita más que nunca.

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