RECUERDO DE UN SAFARI SENTIMENTAL
Con la autorización de Grupo Planeta México, publicamos un fragmento de Memorias de la Revolución Rusa, de Víktor Shklovski, editado por el sello Crítica
Antes de la Revolución trabajé como instructor de la División Acorazada de Reserva, desde la privilegiada condición de soldado.
Nunca olvidaré aquella sensación de tremenda opresión que experimentábamos tanto yo como mi hermano, escribiente en el Estado Mayor.
Recuerdo las carreras furtivas por las calles a partir de las ocho de la tarde, el inflexible encierro de tres meses en el cuartel y, por encima de todo, el tranvía.
La ciudad fue convertida en un campamento militar. Los semíshnik —así llamaban a los patrulleros porque cobraban, o eso se decía, dos kopeks por cada arresto— nos perseguían, nos acorralaban en los patios, abarrotaban la comandancia. La causa de esa cacería eran los tranvías llenos hasta los topes de soldados emperrados en no pagar boleto.
El mando superior lo consideraba una cuestión de honor. Nuestra réplica, la de la tropa, era un sordo y airado sabotaje.
Tal vez sea una chiquillada; sin embargo, estoy convencido de que la reclusión sin permisos en el cuartel (donde los hombres arrancados de sus oficios y asuntos habituales, condenados a la holganza, se pudrían en los catres), la angustia propia del lugar, la zozobra oscura y el rencor de los soldados por el hostigamiento callejero, todo esto soliviantaba a la guarnición de Petersburgo mucho más que los constantes fracasos militares o los recurrentes y cada vez más generalizados rumores sobre “la traición”.
El tranvía originaba su folclore particular, lamentable y característico. Un ejemplo: una hermana de la caridad acompaña a unos heridos, un general se mete con ellos y de paso ultraja a la hermana; entonces ella se quita la capa y se muestra en uniforme de gran duquesa; justo así es como se decía: “en uniforme”. El general se postra de rodillas e implora perdón, pero ella no accede. Como se ve, aún se trataba de un folclore del todo monárquico.
La historia se ambientaba a veces en Varsovia, a veces en Petersburgo.
Otro relato era el del cosaco que mató a un general que pretendía sacarlo del tranvía y le arrancó sus condecoraciones. Al parecer hubo de veras en Píter un asesinato en un tranvía, aunque yo atribuiría el personaje del general a nuestra ancestral querencia épica: en aquellos tiempos los generales no solían ir en tranvía, a excepción de los pobres pensionistas.
No hubo propaganda en el Ejército, puedo certificarlo al menos en lo que atañe a mi regimiento, donde pasaba junto con los soldados todo mi tiempo desde las cinco o las seis de la mañana hasta la noche. Me refiero, por supuesto, a la propaganda política; sin embargo, pese a su ausencia, la Revolución era de algún modo un hecho asumido: se sabía que estallaría, se creía que se desencadenaría en cuanto terminara la guerra.
No había propaganda en los regimientos porque no había nadie para organizarla, la gente del partido era escasa, y casi todos eran obreros que apenas conectaban con los soldados; los intelectuales, en el sentido más primitivo de la palabra —es decir, cualquiera que poseyera una educación mínima, aunque fueran dos cursos de primaria—, eran ascendidos a oficiales y se portaban, por lo menos en la guarnición de Petersburgo, igual o incluso peor que los oficiales de carrera; los alféreces no eran lo que se dice muy populares, y los que menos los de retaguardia, aferrados con uñas y dientes al batallón de reserva. Los soldados cantaban:
Ayer plantaba verduras, Hoy lo llaman su señoría.
Muchos sólo eran culpables de haber cedido fácilmente a los encantos de la disciplina militar, a la admirable organización del adiestramiento en las academias. Más tarde no pocos abrazarían con idéntico fervor la causa revolucionaria, caerían bajo su influencia con tanta facilidad como antes aprendieron a hacer de soldadotes.
La historia de Grigori Rasputin circulaba por doquier. Yo la aborrecía: la forma de contarla ponía de manifiesto la podredumbre espiritual del pueblo. Los pasquines de la etapa posrevolucionaria, todas aquellas Hazañas de Grigori... El éxito de esa literatura me reveló que para las amplias masas Rasputin personificó una especie de héroe nacional, algo así como un nuevo Vanka Klúchnik.
A fuerza, pues, de diversos factores (algunos de los cuales crispaban al pueblo y lo saturaban de motivos para explotar, mientras que otros actuaban desde dentro, cambiando poco a poco su mentalidad), los oxidados aros de hierro que ceñían la masa de Rusia se fueron tensando.
El abastecimiento de víveres empeoraba a diario, y las cosas pintaban fatal. Se dejaba sentir la falta de pan: aparecieron las primeras colas en las panaderías, en el barrio del canal Obvodni comenzaron a asaltar las tiendas, los afortunados que lograban conseguir un pan se abrazaban a él cual enamorados y no le quitaban ojo hasta llegar a casa.
La gente compraba el pan a los soldados; pronto desaparecieron las cortezas y los desperdicios que, junto con el acre olor a cautiverio, habían representado hasta hacía bien poco el sello propio de los cuarteles.
El grito “¡Pan!” se oía bajo las ventanas y en las puertas de los cuarteles, que los guardias y centinelas ya vigilaban de cualquier manera, dejando a sus compañeros entrar y salir a su antojo.
La moral de la tropa, que había perdido la fe en el viejo régimen, acosada por la mano cruel pero ya insegura de sus superiores, comenzó a descomponerse. Para entonces el soldado regular, y en general el soldado de entre 22 y 25 años, era un elemento poco frecuente. Había sido aniquilado de manera brutal y estúpida en la guerra.
Los suboficiales profesionales fueron incor-