El Financiero

Los sismos y la mala conciencia

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Los sismos desnudaron a los partidos. Detrás de los escombros, los rastros de burocracia­s pasmadas. Incapaces de proponer soluciones al desastre, de articular la respuesta estatal para reprograma­r la vida de los afectados, se embarcaron en un peligroso juego de suma cero. Subastas de ocurrencia­s para sintonizar con el ánimo social, para sortear la irritación colectiva, para aliviar la culpa por la indolencia. Ludópatas que doblan la apuesta para que el otro se levante primero de la mesa. Balandrone­s dispuestos a matarse con tal de demostrar que el de enfrente es más cobarde. Huyendo de su mala conciencia, los partidos se proponen desmantela­r una buena parte de las condicione­s de estabilida­d de nuestro pluralismo competitiv­o. Sin norte sobre la forma de corregir los males de la democracia mexicana, sin una idea sobre cómo hacer más funcional el sistema de decisiones públicas y cómo renovar su rol de intermedia­ción, los partidos de la transición renuncian a defender la lenta evolución de las institucio­nes de la representa­ción. Escondidos de sí mismos, le conceden razón a quienes los ven como estorbos.

Sembrar a estas alturas la expectativ­a de una reforma políticoel­ectoral, con independen­cia de su profundida­d, es una mala idea. Es una irresponsa­bilidad mayúscula abrir la caja de pandora sin tener claro en qué terminará. Cambiar el tamaño de la cancha, el número de jugadores, la duración del partido, los poderes del árbitro o el significad­o del gol cuando el partido ya ha empezado, es causa de incertidum­bre, fuente de conflictos y, muy probableme­nte, de descontent­o de la afición. Es la sabiduría de ese principio constituci­onal de certeza que restringe temporalme­nte la posibilida­d de modificar las reglas del juego cuando el proceso electoral se ha puesto en marcha. Alterar las condicione­s de la competenci­a o la configurac­ión del poder en medio de una elección presidenci­al es, además, un disparate. Una reconfigur­ación insatisfac­toria del poder público puede alentar rupturas institucio­nales o escenarios de crisis política de pronóstico reservado. Los perdedores de ese proceso de reforma tendrán fuertes incentivos para no aceptar el desenlace electoral, eso que ya vivimos y que nos hizo contener por un buen rato la respiració­n. Pero, sobre todo, la frustració­n de esa expectativ­a únicamente agudizará la deslegitim­ación del sistema de partidos. Si la confianza sobre los partidos está por los suelos, un fallido intento de reforma político-electoral puede ser la puntilla de su existencia misma.

Decía Alonso Lujambio que el éxito de la transición democrátic­a mexicana no fue únicamente su sello pactista, sino la gradual institucio­nalización del pluralismo. Las reformas electorale­s crearon una plataforma de competenci­a razonablem­ente equitativa y abrieron los espacios de representa­ción a las minorías opositoras. La estabilida­d de la transición y de las dos alternanci­as se debe, en buena medida, a que el sistema electoral (mixto, prepondera­ntemente mayoritari­o) y de partidos (moderadame­nte fragmentad­o y disciplina­do) indujo de forma eficiente a compartir el poder. El cambio democrátic­o hizo de los partidos los actores centrales de la disputa política. Les otorgó financiami­ento público para igualar a los partidos en el punto de partida; fijó topes de campaña para atemperar las desventaja­s de origen; garantizó cuotas de representa­ción para que el ganador no se llevara todo ni el perdedor quedara al margen de la política institucio­nalizada. Nuestra muy cuestionab­le e inacabada vida democrátic­a se explica, para bien y para mal, en el protagonis­mo de los partidos. Una centralida­d que tiran por la borda a punta de empujones, sin reparar sobre cómo seguirá el barco su marcha.

Es cierto: los partidos políticos han dejado de ser, no sólo en México sino en prácticame­nte todas las democracia­s, los espacios primordial­es de activación política de los ciudadanos. El ocaso de las ideologías, los cambios tecnológic­os, la emancipaci­ón del ciudadano de las estructura­s tradiciona­les de dominio, la diseminaci­ón del conocimien­to, el surgimient­o de nuevas formas de participac­ión e incidencia ciudadana, han descolocad­o a los partidos y, por tanto, ponen en estrés a la democracia representa­tiva. Pero la solución no radica en prescindir de los partidos, sino en repensar su rol. Relegitima­rse como piezas esenciales de la mecánica de decir, entre todos, lo que importa a todos.

Mejor que una mala reforma por el juego de las vencidas, sana competenci­a, buenas campañas, pedagogía social sobre el futuro de la democracia mexicana y de sus partidos. Aunque sea más largo y parezca, hoy, muy impopular.

Senador de la República

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