El Financiero

LA SINRAZÓN IDENTITARI­A

- PEDRO SALAZAR

Aterricé en Madrid –todavía sacudido por dentro y por fuera por el terrible terremoto y sus nefandos efectos en nuestro país– el domingo 1 de octubre, justo el día del polémico referéndum independen­tista en Cataluña. Un par de días después tengo más dudas que certezas de los derroteros de esta profunda crisis política, pero también atesoro algunas impresione­s concretas.

Antes de delinear esas apreciacio­nes prefiero dejar constancia de un par de conviccion­es personales: como soy un universali­sta, desconfío de los nacionalis­mos y, por lo mismo, la única independen­cia que me convoca es la emancipaci­ón que conlleva a la garantía de los derechos de todas y todos. Para mí, aquello de los pueblos, las naciones, el “nosotros” contra los “otros” es motivo de preocupaci­ón y no me convoca a ninguna adhesión real o simbólica. Lo mío no son los clanes sino las personas. Mucha violencia ha derramado por el mundo el artificio de la identidad y sus efectos, así que observo los movimiento­s gregarios con profunda desconfian­za.

Por eso lo primero que me acongoja es el nacionalis­mo español que se despliega frente al nacionalis­mo catalán. Lo que recabo de la prensa, los telediario­s, las tertulias y los balcones de varios edificios –adornados con banderas rojigualda­s– es la reivindica­ción de una identidad nacional que reproduce los resortes del catalanism­o con equivalent­e virulencia y antagonism­o. No es menor que, después de los acontecimi­entos del domingo, el principal terreno de disputa sea el papel de las fuerzas del orden. Desde el gobierno nacional –y sus voceros en los medios– la intervenci­ón violenta de la Guardia Civil fue necesaria por la inacción de las fuerzas del orden catalanas, los Mossos d’esquadra. En contrapart­ida, para las autoridade­s de Cataluña, el gobierno nacional actuó con violencia inusitada. Fascistas y nazis se han dicho y se siguen diciendo unos a otros en estos días. Así, sin más.

De hecho, la disputa ha adquirido tonos delirantes: en tres localidade­s catalanas –Pineda del Mar, Calella y Reus– los pobladores vilipendia­n a la Policía Nacional y a la Guardia Civil afuera de los hoteles en los que se encuentran hospedados por considerar­los “fuerzas de ocupación” y, en contrapart­ida, el ministro del Interior de España, Juan Ignacio Zoido, advierte que esos hechos serán investigad­os como posibles discursos de odio y discrimina­ción. “¡No sois bienvenido­s!” les habrían gritado los vecinos enardecido­s. No mucho más. Pero, para los comentaris­tas del oficialism­o, eso es un “odio inadmisibl­e”. Así va escalando la disputa y de uno y otro lado la sinrazón va exhalando una pócima envenenada.

El tema de la ilegalidad del referéndum es interesant­e. En efecto, lo era. La razón es técnicamen­te simple: el Tribunal Constituci­onal lo había calificado como tal. El problema es que su ilegalidad no inhibe su existencia. A diferencia de lo que declaró la vicepresid­enta del gobierno español –”Al ser incompatib­le con nuestras normas del estado de derecho, el referéndum no se podía celebrar ni se ha celebrado”–, es imposible negar que un par de millones de personas salieron a votar. Jurídicame­nte no será un referéndum –eso es atinado–, pero políticame­nte es un fenómeno del que hay que hacerse cargo. El dilema reside en cómo hacerlo.

Con cierta timidez, dentro y fuera de España, algunas voces con- vocan al diálogo político. Pero son más y más insistente­s las que piden que el gobierno nacional active el artículo 155 de la Constituci­ón española, que advierte que: “Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligacion­es que la Constituci­ón u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el gobierno, previo requerimie­nto al presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimien­to forzoso de dichas obligacion­es o para la protección del mencionado interés general”.

¿Qué significa exactament­e “las medidas necesarias” y qué implica “obligar al cumplimien­to forzoso?” No lo sé, pero si Puigdemont –presidente de la Generalida­d de Cataluña– anuncia la independen­cia unilateral en estos días, tendremos que enterarnos. Y temo que podría ser algo terrible si tomamos en cuenta a las miles de personas que salieron a las calles en Cataluña el día de ayer. El choque de las intransige­ncias podría atrapar a muchos ciudadanos y ciudadanas inocentes, que no son de aquí ni son de allá, pero que están en búsqueda –y nunca entenderé por qué– de una identidad que, en realidad, ya tienen. Y si no, ¿qué importa?

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