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Recordar las ciudades
PATRICIA MARTÍN Venecia es esa ciudad excéntrica, como ninguna otra, y saberla condenada a la extinción, saber que en algunos años será devorada por el agua la vuelve más extraña y entrañable.
Venecia es la ciudad del arte por excelencia, la de la bienal más antigua del mundo, y cuando se hunda recordaremos las exhibiciones, los pabellones nacionales en sus giardini; circularán por nuestra mente obras de arte, objetos tridimensionales que por el efecto de la memoria, se convertirán en imágenes, en una serie de tarjetas postales –que a su vez podrían ser una obra de Susan Hiller o de Tacita Dean– y que nos ayudarán a recordarla.
El mundo del arte se desenvuelve a través de distintas ciudades, se va construyendo a partir de ellas, y son estas las que van determinando su importancia y sus ritmos: Nueva York, siempre presente, aunque midiéndose en fuerza con Los Ángeles, la Gran Manzana no ceja ni deja mucho espacio; la bienal de Sao Paulo, absoluto referente de inclusión y reflexión entre centros y periferias, la antropofagia de Oswald de Andrade; Kassel y su Documenta de posguerra; Münster, que es tomada por Kasper Koenig cada 10 años; Basilea, que funciona como termómetro del mercado del arte mundial.
Hay otras ciudades que están amenazadas por huracanes, o muchas más –como Las Vegas– por sus propios excesos, por su propia locura. La nuestra lo está por los temblores.
¿Qué hace que una ciudad sea una ciudad? ¿Qué la define? ¿Las memorias que tenemos de ella? ¿Quizá más que países existen ciudades? Italo Calvino afirmaba que en las ciudades uno disfruta menos de sus maravillas que de las respuestas que ofrecen a una pregunta dada.
Este 19 de septiembre tuvimos un déjà vu del terremoto de 1985; la coincidencia que haya sucedido el mismo día resulta un poco abrumadora, un poco inquietante. Y otra vez los recuerdos regresan, imágenes en blanco y negro que se sobreponen con otras a color. Existen demasiadas analogías, demasiados parecidos: como en el pasado, la sociedad dio muestra de una solidaridad ejemplar, tal vez mayor, más rápida y mejor publicitada por las redes sociales. Otra vez la gente salió con picos y palas, removió escombros con cubetas, organizó centros de acopio y albergues, repartió cobijas y comida, ante la urgencia surgieron los héroes anónimos y hubo un despliegue de generosidad, ese que tanto necesitábamos en nuestra sociedad fracturada.
Como en el temblor pasado, también nos enfrentamos a un gran limbo gubernamental. En el 85 el gobierno, en desconocimiento de lo que sucedía realmente, rechazó en una primera instancia la ayuda internacional; esta vez, ante el gran descrédito, los problemas de legitimidad y la ausencia mediática de nuestro gobiernos, los jóvenes y los no tanto decidieron actuar de forma autónoma y espontánea.
Pero también existen otras diferencias. En el 85, los afectados fueron mayoritariamente inquilinos de barrios populares como el Centro o la Doctores, e inquilinos del propio Estado, como en Tlatelolco; ellos se juntaron, se organizaron y negociaron como uno solo con el gobierno la reconstrucción de viviendas populares, de las que terminaron siendo propietarios.
Esta vez los damnificados son en su mayoría propietarios de barrios de clase media como la Del Valle o la Condesa, o habitantes de delegaciones aledañas como Iztapalapa o Xochimilco, que deberán integrarse al debate político para reclamar ayudas gubernamentales. Esto, a un año de las elecciones, apunta hacia otro tipo de organización social, que en este momento demanda una redinción de cuentas sobre las donaciones internacionales, y que le exige más austeridad y transparencia al gobierno. En este sentido, nuestra reconstrucción será larga.
Las ciudades se destruyen y se reconstruyen, ahí están, en versión moderna de Roma, Constantinopla o Alejandría; a unas las preservan sus obras de arte, a otras lo deben hacer la solidaridad, la organización que frente a estas constantes amenazas despliegan sus habitantes.
De nuestra resilencia, de nuestra capacidad para levantarnos, retengo que la memoria es una estructura de la supervivencia y también es un cotidiano alterado el que nos sostiene, que nos alberga, y que nos une para hacerlo mejor.