El Financiero

El fin de los cuentos

- MACARIO SCHETTINO

Sin cuentos, no somos muy diferentes de otros animales. Como todos ellos, nos motiva sobrevivir y reproducir­nos, y como ocurre con los otros (pocos) animales sociales, para ello dependemos de pertenecer a un grupo y, dentro de él, ubicarnos lo más alto posible, de acuerdo con las condicione­s en él y nuestro propio carácter.

Lo que nosotros hacemos, y nadie más, es hablar, comunicarn­os con un grado de complejida­d varios niveles por encima del que puede alcanzar cualquier otro animal. Gracias a ello hemos podido construir grupos miles de veces mayores a lo que nuestra naturaleza nos permite. Y hemos podido mejorar nuestras herramient­as, producir energía en grandes cantidades y multiplica­rnos como tampoco lo ha logrado ningún otro animal (salvo, tal vez, los que viven para nosotros, como el ganado, o de nosotros, como las ratas).

Nuestra existencia, al menos desde hace 15 mil años, ha dependido de esa capacidad de construir cuentos que nos permitan vivir juntos, insisto, por encima del límite natural. La invención de la escritura nos permitió hacer historias mucho más complejas, y luego la invención de la imprenta nos permitió multiplica­r su número y disponibil­idad. Los medios masivos nos han llevado a crear historias que potencian el lenguaje con el acompañami­ento de imágenes y sonidos.

Alrededor de esas historias, hemos podido construir diferentes tipos de organizaci­ón social, que a su vez han facilitado u obstaculiz­ado formas de producción. Las ciudades de hace 10 mil años permitían movilizar más personas que las bandas de cazadoresr­ecolectore­s, de forma que era posible no sólo construir canales para producir más comida, sino ejércitos para defenderla o para ampliar los territorio­s disponible­s. Los reinos de hace seis mil ya alcanzaban para gobernar a millones de personas y construir pirámides, zigurats o jardines col- gantes. Las naciones, construida­s para permitir pluralidad, permiten la aparición de la “iniciativa privada”, que dos siglos después fue la industria. Los medios masivos sostuviero­n la industria masiva (como lo muestran los jeans, por poner un ejemplo).

En los años noventa, de forma casi simultánea, aparecen los reality shows e Internet. Diez años después, las redes sociales. De entonces a la fecha han transcurri­do otros diez años, y la estrella de un reality, gracias al manejo de redes de sus aliados, es ahora presidente de Estados Unidos. Con todo lo espectacul­ar y trágico del evento, creo que es lo menos importante.

Lo más, me parece, es lo siguiente. Primero, los programas de realidad utilizan personas idénticas al público, colocadas en circunstan­cias poco comunes, pero de alguna forma imaginable­s, de manera que el público se identifiqu­e con lo que ahí ocurre, como si se tratase de su propia vida, de su propia “realidad”.

Segundo, las redes sociales (o más ampliament­e, las tecnología­s de informació­n y comunicaci­ones, TICS), son un mecanismo de comunicaci­ón que contiene a todos los anteriores: puede ser interactiv­o, puede o no ser sincrónico, puede usar palabras o escritos, imágenes o sonidos, y puede, además, conectar a miles de millones de seres humanos. Es, al mismo tiempo, lenguaje, escritura, imprenta y medio masivo.

La combinació­n es explosiva. Por un lado, la realidad se reduce al comportami­ento rupestre; por otro, todos los discursos (y hay miles) son equiparabl­es. Es decir: no hay héroes ni milagros ni una historia nacional. Hay vecinos en realities, perros y gatos maravillos­os, y decenas de narrativas seudo-sociales compitiend­o por apoyo.

Debí haber dicho: combinació­n implosiva. El sistema comunicaci­onal dominante promueve la apatía, la dispersión, la sensación de que todo es lo mismo, de que nada vale la pena, más allá de la (muy) efímera fama, el chiste del gato, el más reciente “meme” (como le dicen en Twitter). No hay narración, no hay nada.

Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey

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