SANTIAGO NIETO
Conozco a Santiago desde hace más de diez años. Lo he visto trabajar. Colaboró en el Tribunal Electoral como director del Centro de Capacitación cuando fui magistrado de la Sala Superior. Era un académico inquieto, con la cabeza bien amueblada y un funcionario diligente. No recuerdo alguna queja de mis compañeros sobre su desempeño. Después fue magistrado de la Sala Regional Toluca. También lo hizo bien. En el ingrato desempeño jurisdiccional (la mitad de quienes acuden a juicio –los que pierden– no quedan contentos con el juez) tuvo un saldo positivo: nadie lo tildó de corrupto, flojo o ignorante. Volvió a la academia y siguió generando conocimiento. Así llegó como fiscal especial para delitos electorales. Conocía el status quo de la materia, la problemática de las instituciones electorales en un país cuyos políticos suelen legislar “lo correcto” y después burlan la ley; acusan al partido de enfrente y niegan hechos propios descalificando al árbitro. Espiral descendiente que deteriora nuestra inmadura democracia.
Llevamos décadas hablando del derecho a saber y de la necesidad de hacer en público lo público; camino paralelo a una falta de pudor y a actos de corrupción alarmantes. Un funcionario de nivel desnudó un posible acto de corrupción y lo destituyen. Eso fue lo que sucedió.
Torpeza política con escasas razones jurídicas: el comunicado de la PGR da fundamento de competencia, pero no razona ni motiva la decisión. La posterior explicación fue acartonada e insuficiente: “Vulneración al principio de estricta reserva prevista en la Constitución y en el Código de Procedimientos Penales”. ¿De verdad el hecho de enterarnos sobre la carta que dirigió Lozoya a Nieto puede entorpecer las investigaciones sobre su presunta relación con Odebrecht? ¿A cuántos funcionarios, ministerios públicos, policías judiciales y peritos de la PGR han despedido por no observar el código de conducta?
La gente cree más en el destituido que en los procedimientos legales de la autoridad encargada de procurar justicia. La fama pública que arrastra la PGR –desde siempre– es un lastre para sus propios propósitos. El encargado de despacho arranca contracorriente, y suponer que el exprocurador Cervantes no quiso acatar esa orden y por eso salió, no suena descabellado. Pensar que el presidente Peña no supo o intervino en la decisión es casi imposible. Se encarecerá más su crisis de legitimidad.
En pleno auge del nuevo sistema anticorrupción se argumentan los derechos humanos de quién se siente ofendido con las declaraciones del fiscal; Ruiz Esparza permanece en su cargo contra toda evidencia y Santiago Nieto es destituido por comentar que le escribieron ¿Alguien avala tal desproporción?
Cierto, fue imprudente y poco ortodoxa la entrevista del fiscal a Reforma, pero prefiero funcionarios frescos y que llaman a las cosas por su nombre, a la odiosa precisión leguleya que aleja a la ciudadanía: “La Constitución, el Código de Procedimientos en su título tal, capítulo cuál y nuevo artículo actual, señala que no puede decir lo que dijo”. No importa que se trate de una institución caracterizada por problemas éticos de sus integrantes: torturas, cochupos y complicidades que aterrorizan a cualquier ciudadano por tener algo que ver con el MP o coincidir en un semáforo con un policía judicial.
También se concedió un amparo a Odebrecht por la no suspensión de investigaciones de la Secretaría de la Función Pública, lo que se suma al escándalo de la remoción del fiscal por referirse a la comunicación de un exfuncionario señalado repetidamente en los medios por probables actos, que, de probarse, serían de la máxima gravedad; y cuya relevancia mediática ha puesto el tema en la discusión común, de lo cual es difícil sustraerse; aunque también, hay que decirlo, genera actos de molestia para Emilio Lozoya.
Por lo pronto, Nieto comparecerá en el Senado. Con mayoría simple puede revertirse la destitución. Debe tomarse en cuenta que la participación del Senado obedece a la garantía de independencia del fiscal, y los senadores analizarán una figura extraordinaria cuyas causas deben ameritar la gravedad de la medida. El tema del fiscal general se vuelve más urgente, pero también más complicado.
Ahora no tenemos procurador, fiscal general, fiscal anticorrupción y despiden al fiscal en materia electoral por comunicar.
A unos meses de la elección más grande y complicada de la historia, ¿podrá tener alguna legitimación un fiscal sustituto? ¿Y la inamovilidad como garantía de autonomía? ¿Así queremos a los árbitros?
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