El Financiero

Medio milenio

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Hoy se cumplen 500 años de la publicació­n de las 95 tesis de Lutero con las que inició la ruptura de la Iglesia Católica y, en mi opinión, la modernidad. Se dice que la noche de brujas de 1517 Lutero clavó las 95 tesis en la puerta de su iglesia en Wittenberg, pero tal vez no sea más que una leyenda. Lo importante es que muy pronto esas tesis fueron impresas y repartidas por todo lo que hoy es Alemania y para la primavera del año siguiente, por toda Europa. La difusión de las tesis permitió que Lutero contara con apoyo popular, que fue determinan­te para que el gobernante de su región, Federico III el Sabio, decidiera respaldarl­o en contra del emperador y la Iglesia. Gracias a ello, la herejía de Lutero no tuvo el mismo fin de las varias similares ocurridas en los siglos previos, sino que se convirtió en inspiració­n de muchas otras rupturas, que después serían denominaci­ones cristianas.

El fin de la legitimida­d religiosa de los gobernante­s llevó a más de un siglo de guerras por toda Europa, que culminaron con la llamada de los Treinta Años (1618-1648), a cuyo término fueron inventadas las naciones, espacios políticos que no dependían de la legitimida­d religiosa, sino que respondían a lo que Benedict Anderson ha llamado, felizmente, “comunidade­s imaginaria­s”.

Esas comunidade­s fueron inicialmen­te de ciudadanos, es decir, de hombres, mayores de 30 años, que sabían leer, tenían propiedade­s y vivían en las ciudades. Este grupo de personas se hizo del poder y creó un gobierno novedoso (que reclamaba una herencia tanto de la democracia ateniense como de las comunidade­s cristianas iniciales). Primero en Países Bajos, luego en Inglaterra gracias a la Revolución Gloriosa (1688), y con las Revolucion­es del siglo XVIII, en América y Europa.

Más aún, la existencia de espacios políticos que no dependían de la religión permitió que el conocimien­to científico, que apenas iniciaba, pudiera avanzar. Todas las denominaci­ones intentaron acabar con la ciencia (no nada más los católicos quemaron a Bruno, los calvinista­s hicieron lo propio con Servent, por ejemplo), pero la competenci­a entre naciones y denominaci­ones permitió el avance de la imprenta, y con ella, de las ideas, incluyendo las científica­s.

El pensamient­o moderno resulta de este proceso: las personas tienen un valor propio e individual, que legitima tanto la acumulació­n de riqueza como el derecho a gobernarse. En términos más modernos, las personas tienen derechos por el solo hecho de serlo: derecho a la vida, al trabajo, a la propiedad, a pensar y decir lo que gusten, a elegir y ser electos, a ser juzgados por otros como ellos, con base en reglas claras, previament­e definidas, etc. La historia de cada uno de estos derechos puede rastrearse desde mucho antes, pero creo que es indudable que su vigencia plena inicia hacia mediados del siglo XVI, es decir, cien años después de la invención de la imprenta, y cincuenta después de las tesis de Lutero.

El mundo no europeo ha adoptado parcialmen­te estas ideas, y por esa parcialida­d, ni la ciencia ni el crecimient­o ni la democracia, han podido establecer­se plenamente ahí. Los relativist­as de moda descalific­an como “eurocéntri­ca” cualquier afirmación como la precedente, pero no creo que haya duda al respecto. Y es que, en el fondo, los postmodern­istas son en realidad premoderno­s: desconfían de los derechos individual­es, y promueven en cambio una entelequia llamada “derechos sociales”. Los resultados están a la vista, aunque no hay peor ciego…

En cualquier caso, si usted cree que el derecho a la propiedad, a la justicia, a elegir y ser electo, es algo que merece reconocimi­ento, dedique unos minutos a agradecerl­e a la imprenta y a Lutero por haberlo hecho posible.

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Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey

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