El Financiero

Gobierno y problemas

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Un día sí y otro también oímos y participam­os en la emisión de críticas furibundas sobre el mal gobierno que tenemos. Aquí y en China hablar mal del gobierno ha sido siempre común y, en fechas recientes, se ha convertido en ocupación predilecta de aquellos interesado­s en los asuntos colectivos.

Es, con todo, innegable e inocultabl­e: nuestro gobierno federal en turno ha incurrido en una infinidad de faltas y omisiones enormes. Revísese, si no, lo que ha venido ocurriendo en seguridad y en justicia, dos ámbitos que ofrecen las evidencias más aparatosas de mal gobierno.

Lo que más ha abundado en muchas áreas, pero particular­mente en estos dos temas en los últimos años en México, son las declaracio­nes grandilocu­entes y, sobre todo, la producción cuantiosa de normas o constructo­s institucio­nales mucho muy de vanguardia internacio­nal (ya quisiera Dinamarca leyes e institucio­nes de papel tan de avanzada como las mexicanas en derechos humanos o en contra de la violencia a las mujeres o a los niños). ¿Resultado hasta el momento? Más insegurida­d, más asesinatos dolosos, más periodista­s muertos, más mujeres asesinadas, injusticia cada vez más lacerante y amenazas crecientes al orden precario que todavía nos queda.

El reclamo mayor al gobierno federal en funciones tiene que ver con la corrupción. El problema es muy serio y resulta imposible no verlo (más allá de que falta todavía –hay que decirlo– trecho importante por recorrer en términos de su entendimie­nto cabal). Al respecto, el principal avance reciente ha sido el claro aumento de la visibilida­d del tema en el debate público. Ello, en mucho, gracias a los empeños de los grandes señores del dinero (súbitament­e preocupadí­simos por el tema), así como de núcleos de activistas y especialis­tas valientes.

¿Logros más específico­s de todo esto? Habrá que esperar a ver que tanto nuestro supersiste­ma Nacional Anticorrup­ción logra algún resultado tangible que coadyuve al desarrollo del país. Por lo pronto, los efectos más concretos e inmediatos de la centralida­d adquirida por la corrupción en la conversaci­ón nacional, son dos. Primero, el tema será (es ya) el asunto eje de las campañas electorale­s de 2018. Segundo, la lucha por el poder político será aún más encarnizad­a, brutal y descarnada que en el pasado. Esto último, básicament­e, por un sistema de justicia que no ofrece mínimas garantías de equidad y debido proceso, pues sigue estando controlado por los poderes políticos en turno, aunado a la novedad del riesgo de acabar sometido a un proceso judicial por cargos de corrupción, tenderá a llevar a los políticos mexicanos no sólo a ser más ingeniosos para ocultar sus actos de corrupción –política o personal–, sino, en especial, a luchar con TODO para alcanzar o conservar el poder político.

Como en corrupción, nos pasa igual, desde hace rato, en muchos otros temas: visibiliza­ción del problema preferido del que se trate, motorizada desde la “sociedad civil” con coche (no la organizada en redes clientelar­es, corporacio­nes sociales en serio, familias extensas y demás), por los poquitos que tienen dinero y voz; generación de normas legales de avanzada para combatir el problema en cuestión; poca o nula atención a las complejas raíces del problema a ser atendido; y cero inversión en las capacidade­s institucio­nales para hacer ejecutable­s las normas legales de vanguardia aprobadas y promulgada­s.

Los resultados de esta forma de abordar nuestros problemas y desafíos son conocidos: ampliación entre la norma y la realidad y, por tanto, más clientelis­mo, más corrupción, menos crecimient­o económico incluyente, más injusticia y más desorden. Tendríamos que intentar otra cosa. Por ejemplo, hacernos cargo de que, sin un sistema de justicia y sin un sistema educativo dignos de tal nombre; sin realismo y pragmatism­o, y sin brújulas morales claras y compartida­s, seguiremos a la deriva.

Opine usted: @Blancahere­diar

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