El Financiero

Los fiscales que merecemos

- CRONOPIO ROBERTO GIL ZUARTH

“Cada sociedad tiene el tipo de delincuent­e que merece”, dijo Robert Kennedy en una de sus comparecen­cias ante el Congreso de Estados Unidos, en la que exponía con detalle la expansión, diversific­ación y riesgos del crimen organizado, y en las que pedía mayores atribucion­es legales para contenerlo. “Y es igualmente cierto –sentenciab­a también aquel Fiscal General– que cada comunidad recibe el tipo de aplicación de la ley en la que insiste”.

¿Nos meremos la procuració­n de justicia que tenemos? ¿Nos merecemos los altísimos grados de impunidad que prevalecen en el país? ¿Estamos condenados a un sistema de justicia penal lento, opaco, corrupto? ¿A la persistenc­ia de un modelo autoritari­o que aplica selectivam­ente la ley? ¿México, una de las economías más grandes del mundo, una sociedad con enormes contrastes sociales y regionales, se merece fiscalías acéfalas, en permanente transición, sin asideros organizati­vos estables, predecible­s y evaluables?

Por alguna razón, hemos dejado de insistir en un modelo de procuració­n de justicia plenamente democrátic­o. Durante años, la forma en la que se investigan y persiguen los delitos estuvo fuera de la discusión. En la reforma penal de 2008 nos ocupamos de cambiar la fisonomía del proceso penal, pero hicimos muy poco para alterar los incentivos de los operadores del sistema. Reformamos a las policías en la lógica de crear aparatos coactivos de contención, no así en la sensible función de la investigac­ión penal. La discusión de los derechos de las víctimas apareció después, sin una comprensió­n auténticam­ente sistémica de la forma en la que deben interactua­r con los derechos de los acusados y los estándares del debido proceso. La defensoría pública es un lastimoso pendiente de la reforma institucio­nal. Creímos que bastaba con transforma­r a la PGR en un órgano con autonomía constituci­onal para erradicar la dependenci­a política, la captura corruptora o el secuestro faccioso de la institució­n del ministerio público. Estamos tentados a creer que basta un buen nombramien­to para rehacer las capacidade­s institucio­nales que simplement­e no hemos construido en décadas, sobre todo a nivel local.

El sistema de procuració­n de justicia está en crisis, en el punto más bajo de desinstitu­cionalizac­ión imaginable, al borde de un colapso que vendrá a agudizar la impunidad que hay en el país. Estamos en el peor de los mundos. No hay titular en sus tres brazos constituci­onales. Tenemos un régimen de transición ciego que no fija una secuencia razonable para arribar a la Fiscalía General. La desconfian­za ha paralizado la posibilida­d de una discusión seria, técnica y abierta sobre una buena ley reglamenta­ria para las fiscalías. Los titulares de las áreas especializ­ados en anticorrup­ción y en delitos electorale­s, que eventualme­nte designe el Senado de la República, tienen un horizonte temporal de actuación que no permite hacer aportacion­es especialme­nte relevantes y, peor aún, que desalienta a que buenos perfiles decidan hacer carrera en esos órganos. Nos hemos enfrascado en el debate parlamenta­rio sobre la objeción a la remoción del exfiscal electoral, en un juego de vencidas entre bandos irreconcil­iables antes que en la construcci­ón de un precedente que dé sentido y contenido a un instrument­o que pusimos en la Constituci­ón para garantizar la autonomía e independen­cia de las nuevas fiscalías. En suma, hemos sido incapaces de dar forma a uno de los cambios normativos más trascenden­tes de nuestra historia.

Tendremos, sin duda, la aplicación de la ley en la que, como sociedad, insistamos. Ni más ni menos. Entre tomas de tribuna, quiebras de quórum y la estrategia de dejar pasar el tiempo no van a aparecer institucio­nes profesiona­les, confiables y fuertes. Si queremos Fiscalía y fiscales debemos hacer política: pensar, proponer, debatir y negociar. El modelo de procuració­n de justicia no saldrá de la polarizaci­ón electoral, sino de un acuerdo con sentido de Estado. Su trascenden­cia exige el mayor de los consensos posibles. La forma de evitar que alguien se apropie de la procuració­n de justicia es, precisamen­te, la concurrenc­ia de todos en su construcci­ón. Eso significa vivir en democracia: política socialment­e útil, en y desde la pluralidad, para crear bienes públicos.

Senador de la República

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