LA EUROPA SUICIDA
Entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial murieron más de 90 millones de personas, todas bajo el influjo de la misma droga: el nacionalismo excluyente basado en prejuicios racistas y religiosos, que sirve a poderosos intereses económicos que se esconden bajo el manto del “pueblo”, “la raza” “la sangre” o “la patria”. Símbolos abstractos cuya defensa quitó la vida a seres humanos arrastrados irracionalmente a un mundo sin sentido alguno. La Guerra Fría entre Occidente y el bloque soviético congeló la discusión sobre el futuro del viejo continente ante el temor de una nueva confrontación ajena a los nacionalismos, pero amenazante por el peligro de una posible invasión del estalinismo moscovita.
La desaparición del socialismo abrió la puerta a la unificación europea en el marco de un acuerdo económico, cuya amplitud y generosidad obvió los controles necesarios para evitar crisis de endeudamiento, pero simultáneamente potenció un desarrollo nunca visto en el marco de una integración capaz de anular el peligro de otro genocidio nacionalista. Todavía tuvo que tolerar Europa la desintegración de Yugoslavia y repetir la experiencia de ser espectador de un exterminio más, antes de que la OTAN entrara en territorio bosnio. Es cierto, hay una parte de la población ubicada en zonas rurales y en pequeñas ciudades que no ha podido ser beneficiaria de esta globalización productiva.
Y es ahí donde, desde hace décadas, el huevo de la serpiente ha vuelto a ser incubado lenta pero profundamente en este intento por volver hacia atrás la rueda de la historia, aprovechando errores políticos, crisis económicas temporales, o escándalos de corrupción, para hacer renacer ese nacionalismo suicida bajo el manto del mismo discurso populista del siglo XX, que ofrecía el bienestar para un Estado-nación y terminaba arrasando todo un continente.
Es este el mecanismo activado por los impulsores del Brexit en el Reino Unido, por Le Pen en Francia, por los conservadores y la ultraderecha austriaca ganadores de las recientes elecciones, y ahora por los nacionalistas catalanes más cercanos al pensamiento de la superioridad racial de su etnia, que al de una república liberal democrática capaz de integrarse a España y a Europa. La viabilidad económica de estas entidades secesionistas es nula.
No hay empresa, ni proyecto de inversión que esté dispuesto a jugársela en un espacio controlado por políticos irresponsables y burgueses de medio pelo, que añoran el retorno al Estado protector y proveedor de subsidios y privilegios. Por ello, los extremos de la derecha nacionalista y la izquierda anticapitalista coinciden en este punto medio que es el de la destrucción de la democracia representativa y libre mercado en el marco de un estado de derecho. Es por esto que la respuesta del Estado español requiere del uso de la fuerza sustentada en la ley, y en el apoyo de los partidos constitucionalistas que en 1978 pactaron la transición de la dictadura franquista a la monarquía parlamentaria que ha transformado para bien a ese país.
No hay forma de que la opción independentista catalana prospere en la práctica, pero el daño a la economía de la zona está ya hecho. La huida de empresas y el temor a la violencia rompen con el círculo virtuoso de la recuperación, cuyo costo fue altísimo para millones de españoles. La responsabilidad política de la oposición de izquierda representada por el PSOE, le brindará a ese partido la posibilidad real de presentarse como una opción seria de gobierno en el futuro, a diferencia de PODEMOS, cuyo coqueteo con los independentistas los pone del lado del populismo de izquierda, lo que los aleja del electorado mayoritario español. El instinto suicida europeo ha renacido y amenaza con crecer, si antes los demócratas no le ponen un freno.
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