¿Somos unos ventajosos?
Desde que apareció en la competencia presidencial, Donald Trump no ha dejado de repetir el mismo discurso: firmar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) fue un serio error de sus antecesores; contiene disposiciones que permiten a Canadá y México aprovecharse de su país. Olvida que el texto fue consensado por los sectores productivos de las tres naciones y que obtuvo respaldo bipartidista en el Capitolio. No recuerda que los gobiernos que lo suscribieron se comprometieron a paliar los efectos negativos que, necesariamente, tiene cualquier transformación económica de esas dimensiones. Omite todos los datos positivos que para los tres socios ha tenido el TLCAN: en incremento de la inversión, las exportaciones y el empleo; en desarrollo de nuevos sectores y modernización de otros; en recambio tecnológico; en mejora de la competitividad frente a Europa unida y Asia emergente.
Ya metidos en una renegociación nada amable, cada vez que puede, el representante comercial, Robert Lighthizer, sale con la misma perorata victimista. Por ello, no está de más repasar lo que sucedía antes de 1994. ¿Tenían los productos estadounidenses mejor entrada a los mercados canadiense y mexicano? ¿El volumen de los intercambios era menor? Desde luego que no.
Nosotros apenas estábamos superando el régimen de sustitución de importaciones; la inversión extranjera directa todavía era mal vista y; a pesar de las crisis recurrentes, se seguía pensando que bastaba con los recursos naturales para impulsar el mercado interno.
La importación de la mayoría de los productos agrícolas (maíz, cebada, azúcar y comestibles azucarados, frutas, vegetales, jugo de naranja, lácteos y avícolas) estaba sujeta a autorización y se debían cubrir tarifas de 10, 20 o más por ciento. Además, las compras por arriba de la cuota permitida tenían que cubrir aranceles contingentes, que podían llegar hasta 282 por ciento.
En el TLCAN se acordó eliminar progresivamente todo eso, hasta conseguir que el primero de enero de 2008 ya no existiera restricción alguna. El resultado fue impresionante. En maíz, las importaciones libres de impuesto de Estados Unidos a México, pasaron de 2.5 millones de toneladas en 1994 a 13.8 millones de toneladas en 2016. Somos su primer comprador de maíz, trigo, productos lácteos y avícolas.
El TLCAN también permitió descartar paulatinamente los impedimentos incluidos en el Decreto Automotriz Mexicano, hasta quedar sin efecto en 2004. Por el Decreto, las automotrices estadounidenses establecidas en territorio nacional (Ford, Chrysler y General Motors) se tenían que ceñir a hacer vehículos y motores; no podían elaborar autopartes.
La fabricación de automóviles estaba sometida a requisitos de valor añadido local: la mayoría de las piezas debían ser proporcionadas por proveedores mexicanos. Adicionalmente, los ensambladores estaban obligados a satisfacer requerimientos de equilibrio comercial, que prácticamente impedían vender coches manufacturados allá.
Se admitía que las maquiladores de autopartes en la frontera norte importaran sin gravámenes materia prima y reexportaran las piezas terminadas, pero estas no podían ser usadas para armar vehículos aquí.
Con tal de llegar acuerdos, ante la insistencia de Estados Unidos aceptamos desmantelar ese régimen restrictivo de comercio administrado, quedando vigentes sólo los porcentajes de contenido acordados en el TLCAN. A la fecha, los vehículos armados en nuestro territorio pueden incluir partes de cualquier lado.
OTRO EJEMPLO
El Acuerdo de Compras Gubernamentales de la Organización Mundial de Comercio (OMC) sólo obliga a pares de miembros que lo acepten, como lo habían hecho Canadá y Estados Unidos y no nosotros. En las negociaciones de principios de los noventa fue claro que, por razones políticas, Washington iba a continuar con su política de favorecer a los proveedores locales (“Buy American”). A pesar de ambas circunstancias, asumimos las mismas obligaciones que ellos respecto a no exigir compensaciones y a conducir con transparencia y sin discriminación las licitaciones.
Ya en la práctica resultó casi imposible venderles bienes o servicios a las autoridades estatales de Estados Unidos.
El capítulo de protección de inversiones, hecho a la medida de las exageradas pretensiones de los estadounidenses, implicó modificar toda la legislación relativa y hasta ceder en cuestiones de soberanía.
En los pocos casos en que ellos, los estadounidenses, han utilizado el mecanismo de solución de controversias inversionista-estado, han interpretado imaginativamente las causales para demandar, al grado de que cualquier reglamento o política pública puede ser pretexto para alegar pérdidas y exigir indemnizaciones.
En suma, el presidente Donald Trump no tiene razón para quejarse. Los abusivos no hemos sido nosotros.