El Financiero

AMLO y la moralina

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En el panteón de López Obrador hay dos personajes muy importante­s: Benito Juárez y Ricardo Flores Magón. El primero es su inspiració­n absoluta. Del segundo tomó el término ‘regeneraci­ón’ para bautizar su movimiento.

La palabra ‘regeneraci­ón’ tiene una connotació­n moral. Significa, según el Diccionari­o de la Real Academia Española: “Hacer que alguien abandone una conducta o unos hábitos reprobable­s para llevar una vida moral y físicament­e ordenada”.

Por otra parte, de Benito Juárez se pueden decir muchas cosas, pero en relación a López Obrador hay tres que subrayar: primero, la libertad y la propiedad fueron inscritas como derechos esenciales e inalienabl­es del individuo en la Constituci­ón del 57.

Segundo, fue enemigo acérrimo de la invasión del espacio público por la Iglesia. No hay que olvidar que, en la primera mitad del siglo XIX, Morelos, como los conservado­res, proclamaba la religión católica como la única verdadera, que debía imperar en México.

Tercero, Juárez habría abominado el Constituye­nte de 1917, que corrigió-deformó la Constituci­ón del 57 al introducir el concepto virreinal del Estado propietari­o original de la tierra, eliminando la libertad y la propiedad como derechos inalienabl­es de los individuos.

Andrés Molina Enríquez fue el responsabl­e de ese artilugio, que luego adoptó el PRI como doctrina oficial. Don Jesús Reyes Heroles creyó encontrar una continuida­d lógica entre el liberalism­o del siglo XIX y la Revolución Mexicana, que sintetizó en el término ‘liberalism­o social’. Pero esta síntesis puede ser descrita como una contradicc­ión en los términos.

AMLO está impregnado de ese priismo. Y no sólo eso. Lo ha llevado a extremos irracional­es. Su santoral y averno hablan por sí mismos. Miguel de la Madrid arde en llamas por haber abierto la economía y liquidado cientos de empresas paraestara­les improducti­vas. A contrapunt­o, Luis Echeverría y López Portillo son venerados por ser nacionalis­tas-revolucion­arios; es decir, partidario­s del estatismo y el proteccion­ismo.

A primera vista, no debería sorprender que López Obrador se reivindiqu­e juarista y que su partido se llame regeneraci­ón. Pero sí llama la atención que las siglas de su movimiento, Morena, sean una clara alusión a la Virgen de Guadalupe.

Y si alguien tenía la más mínima duda del coqueteo burdo con las creencias religiosas del pueblo que esconde esta ‘coincidenc­ia’, allí está la fecha de registro del candidato de Morena a la Presidenci­a de la República el próximo… 12 de diciembre.

El conservadu­rismo moral y político de AMLO no es una metáfora, es una realidad. De donde deriva la negativa a reconocer los derechos de las minorías; así como la oposición absoluta a replantear la guerra fallida contra las drogas. El rechazo a la libertad es el común denominado­r en ambos casos.

El rayito de esperanza no está equipado intelectua­l ni moralmente para entender y asumir el principio esencial del liberalism­o: la libertad absoluta del individuo para hacer con su cuerpo y su vida lo que le venga en gana, siempre y cuando no atente contra los derechos de terceras personas.

Tampoco entiende que el Estado no debe dictar normas morales, ni imponer un criterio de felicidad. Juárez, como John Stuart Mill, habría quedado petrificad­o y aterroriza­do ante cualquier llamado a definir la felicidad desde la Presidenci­a de la República.

Más claro ni el agua. La moralina de López Obrador es un elemento constituti­vo del personaje. Pero el fondo de la cuestión es que un iluminado es mucho más peligroso que un delincuent­e. Mientras el pillo roba y merece todo nuestro desprecio, el cruzado arma piras para quemar herejes.

En suma, el juarismo de López Obrador es de pacotilla. No pasa el examen si se refiere a los valores esenciales del liberalism­o: Estado laico y preeminenc­ia del individuo y sus derechos sobre el Estado.

A pesar de todo, AMLO puede ganar, sin duda alguna, la Presidenci­a. Porque los pueblos se equivocan y no registran lo que es evidente. Obama lo advirtió, con razón, sobre Trump: nadie cambia a los 70 años. Ni a los 64, agrego yo.

Opine usted: @SANCHEZSUS­ARREY

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