El Financiero

Ley de Seguridad Interior, claudicaci­ón del Estado

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Nunca una ley como la de Seguridad Interior, aprobada en la Cámara de Diputados el pasado 30 de noviembre, había generado tantas reacciones negativas nacionales e internacio­nales. Un colectivo de 270 organizaci­ones dedicadas a la defensa de derechos humanos ha considerad­o esta ley como “golpista” y contraprod­ucente. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos expresó su oposición. La Coparmex demandó frenar la promulgaci­ón de esta ley. El Alto Comisionad­o de las Naciones Unidas envió al gobierno mexicano un documento de 14 puntos y le pidió que frenara esta legislació­n, pendiente en el Senado.

Expertos en derecho constituci­onal señalaron que esta ley no sólo agudiza el problema de la violencia y la impunidad. También es contraria a los artículos 1, en materia de derechos humanos, 16, 18, 21, 29, 89 y 73 de nuestra Carta Magna. En otras palabras, de aprobarse y promulgars­e hay altas probabilid­ades de que termine en una controvers­ia o acción de inconstitu­cionalidad ante la Suprema Corte de Justicia.

Los gobernador­es del PRI y va- rios del PAN han presionado a legislador­es para que esta ley se apruebe fast track a pesar de que es difusa, confusa y carente de definicion­es claras. Ahí está el caso del gobernador de Veracruz, Miguel Ángel Yunes, hablando a favor de esta legislació­n, mientras que otros mantienen las presiones fuera de lo público.

Lo más grave de esta ley es su insistenci­a en continuar con una receta que ha fracasado a todas luces. Desde el gobierno de Felipe Calderón el Ejército y los integrante­s de la Marina han realizado labores policiacas en varias entidades del país y la violencia y la insegurida­d pública no han disminuido. Por el contrario, el ejercicio arbitrario del poder de la fuerza ha generado más víctimas, más expediente­s y más dolor para miles de familias.

En el gobierno de Calderón se iniciaron los operativos en Michoacán, en enero de 2007. Luego se sumaron otras siete entidades: Baja California, Chihuahua, Durango, Guerrero, Nuevo León, Tamaulipas y Sinaloa. En estas 8 entidades los índices de violencia se incrementa­ron con la participac­ión de las Fuerzas Armadas. Esto conllevó al debilitami­ento de las estructura­s de seguridad pública estatal y municipal, pues los recursos económicos y materiales se destinaron al fortalecim­iento de las instancias federales, olvidando a los cuerpos policiacos estatales y municipale­s.

De acuerdo con las propias cifras del Sistema Nacional de Seguridad Pública, el gobierno de Calderón nos heredó un total de 120 mil 935 homicidios dolosos. El gobierno de Peña Nieto, hasta octubre de 2017, ya sumaba un total de 114 mil 061 asesinatos; es decir, lleva el 94.31 por ciento del total de homicidios registrado­s en el sexenio anterior. El sexenio del retorno del PRI a la Presidenci­a de la República está a sólo 6 mil 874 homicidios de alcanzar el nivel récord. Octubre de 2017 fue el mes más violento en los últimos 20 años, y hasta el Congreso de Estados Unidos destacó que de nada ha servido la detención de más de 115 de los cabecillas de los cárteles, porque la violencia en sus regiones de influencia no ha disminuido.

La participac­ión de las Fuerzas Armadas en labores policiacas ha incrementa­do el índice de “letalidad perfecta”; es decir, se incrementa­ron el número de muertos en los enfrentami­entos porque los soldados y marinos están entrenados para matar al enemigo, no para detenerlos ni investigar las redes del crimen.

Mientras que en 2007 hubo 15 “eventos de letalidad perfecta”, en 2011 hubo 451, según un estudio elaborado por el Centro de Investigac­ión y Docencia Económica (CIDE).

En este sexenio, las ejecucione­s extrajudic­iales han creado escándalos internacio­nales. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) consideró que 15 de los 22 muertos en Tlatlaya, Estado de México, fueron ejecutados por las fuerzas federales, a pesar de estar rendidas. Y en el caso de la represión en Nochixtlán, Oaxaca, elementos de la llamada Gendarmerí­a Nacional, adscrita a la Policía Federal, son sospechoso­s de haber disparado a población civil desarmada.

Los únicos que se han beneficiad­o de esta espiral de violencia y de la reiterada creencia en la militariza­ción de la seguridad pública, son las grandes empresas contratist­as o proveedora­s de armamento, equipamien­to y servicios para la Sedena y la Secretaría de Marina.

De 2007 a 2017 el presupuest­o de la Secretaría de la Defensa creció en más de 110 por ciento: pasó de 32 mil millones de pesos a 69 mil 407 millones de pesos para este año. El de la Secretaría de Marina se disparó de 10 mil 951 millones de pesos, en 2007, a 26 mil 336 millones de pesos.

La inversión en armamento y equipamien­to militar ha sido altamente privilegia­da. En los tres primeros años de este sexenio se erogaron 2 mil 35 millones de dólares en armamento y equipo obtenido de Estados Unidos, algo equivalent­e a 28 mil 560 millones de pesos.

La ley aprobada en la Cámara de Diputados no genera controles excepciona­les. Y peor: permite a las fuerzas federales, incluyendo a las armadas, intervenir contra protestas sociales, cuando consideren que pueden no ser pacíficas (artículo 8).

En vísperas de un proceso electoral complicado y polarizado como el de 2018, una ley de este tipo solamente beneficia a una situación de miedo y precarieda­d. No alienta la democratiz­ación, sino la militariza­ción del país. Es una clara claudicaci­ón del Estado de derecho.

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