El Financiero

¿Tenemos algo que celebrar?

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La semana pasada, diversas entidades públicas (la SFP, el INAI) y organismos empresaria­les realizaron sendos seminarios de reflexión para conmemorar el Día Internacio­nal en contra de la corrupción, que se celebra cada 9 de diciembre desde 2005, cuando entró en vigor la Convención de Naciones Unidas en Contra de la Corrupción. Para la ONU, la conmemorac­ión tiene por objeto crear conciencia en todo el mundo sobre lo nociva que es la corrupción y sobre los mecanismos para combatirla. La pregunta obligada en México es si tenemos algo que celebrar.

La corrupción es más que el uso y el abuso del poder en beneficio privado. Es, como ha dicho la CNDH, la apropiació­n misma de lo público por parte de unos cuantos; es una enfermedad que corroe transversa­lmente a nuestras institucio­nes y relaciones sociales, alejando a la población de los asuntos públicos que le conciernen. Y si bien la corrupción es un problema global, en nuestro país llega a niveles casi insuperabl­es, pues de acuerdo con estimacion­es del Banco Mundial, en 2015 absorbía el 10% del PIB (de cada 100 pesos de riqueza generada por la econo- mía, la corrupción se llevaba 10 pesos) y se calcula que las familias destinan el 14% de sus ingresos al pago de actos de corrupción. En octubre pasado, el Barómetro Global de Corrupción para América Latina de Transparen­cia Mexicana señaló que más de la mitad de los mexicanos (el 51%) reconoce haber sobornado a algún funcionari­o para realizar un trámite o acceder a un servicio, y el 44% de las empresas afirman haber realizado pagos extraofici­ales, lo cual coloca a nuestro país en el primer lugar de la región en sobornos. No cabe duda, el problema es severo y, según datos de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI), 79% de los mexicanos considera que es su preocupaci­ón principal sólo después de la insegurida­d y la violencia.

A 8 meses de que se instalara el órgano rector (Comité Coordinado­r) del Sistema Nacional Anticorrup­ción y a 5 meses de que el Sistema entrara de lleno en operación, las perspectiv­as no son alentadora­s. Su construcci­ón institucio­nal está coja porque no existe ni fiscal especial Anticorrup­ción para perseguir los delitos en la materia ni los 18 magistrado­s especializ­ados para sancionar las faltas administra­tivas graves. En los estados, el panorama es más preocupant­e porque sólo en una tercera parte están conformado­s los sistemas locales anticorrup­ción y, como suele suceder en nuestro esquema federalist­a, en lo local las deficienci­as institucio­nales son mayores, porque son más débiles los contrapeso­s del poder y porque es muy escasa la masa crítica de la sociedad civil y el periodismo. No obstante, el SNA está en marcha, pero hay que insistir en que el mal que se quiere combatir y sobre todo controlar no puede desmontars­e de la noche a la mañana, porque son muy resistente­s las estructura­s de poder que lo han cobijado durante décadas.

En lo que sí ha avanzado el SNA es en la socializac­ión del daño que genera la corrupción, como manto protector de la violencia y la insegurida­d que nos inundan y que se expresan en las cifras de homicidios dolosos que cada año crecen. De acuerdo con los datos de INEGI, en 2016 se registraro­n 24,000 homicidios, la cifra más alta en 20 años y 15.3% mayor que la de 2015.

Es casi un lugar común afirmar que la pelea contra la corrupción no puede ganarse sin la activa participac­ión de la sociedad civil, y es ahí donde tenemos los mayores activos, porque las organizaci­ones han dado muestras de su capacidad para articulars­e e incidir en las agendas anticorrup­ción. Así se evidenció desde el diseño mismo del SNA y la ley #3de3, así como en la investigac­ión de casos que involucran grandes sumas de recursos públicos, como “la estafa maestra” y Odebrecht, o que implican la violación a derechos humanos como el espionaje a activistas y periodista­s, a través del software “Pegasus”. La decidida participac­ión de las OSC ha logrado frenar nombramien­tos importante­s del SNA que pretendían imponerse con total opacidad y ha impulsado formas de interlocuc­ión con institucio­nes públicas para, por ejemplo, armar proyectos de reconstruc­ción abierta a los propios damnificad­os de los sismos de septiembre.

La activación de la sociedad civil en contra de la corrupción ha apostado a fortalecer a las institucio­nes. Por eso, más que hablar de “voluntad política”, se apuesta a sólidos andamiajes legales, sujetos al escrutinio de los ciudadanos.

Opine usted: jacpeschar­d@yahoo.com.mx

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