El Financiero

Incertidum­bre

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Posiblemen­te, el cambio más importante detrás de la modernidad (es decir, del proceso iniciado en el siglo XVI en Europa) es nuestra relación con la incertidum­bre. La incertidum­bre es algo maravillos­o, porque es un espacio que permite crear. Cuando todo está claro, no se necesita crear nada. Es cuando las cosas son dudosas, difusas, que la creación tiene un gran espacio disponible.

En la incertidum­bre es posible crear conocimien­to, a través de la ciencia. Es posible crear riqueza, enfrentand­o el riesgo. Es posible crear estabilida­d política, a través de la democracia. Fuera de ella, el conocimien­to no es tal, sino imposición autoritari­a o superstici­ón; la riqueza sólo ocurre creando pobreza, es un juego de suma cero; la estabilida­d política sólo la da la autocracia, que dura lo que vive el dictador, o mientras la dinastía lo soporte.

Pero la incertidum­bre nos angustia. Los seres humanos no estamos hechos para soportarla. Por eso tardamos tanto en construir un esquema mental que nos lo permitiera. Y no todos podemos hacerlo en el mismo nivel. Quienes viven en sociedades que no han pasado por ese proceso de modernizac­ión tienen serias dificultad­es para soportar la incertidum­bre. Por lo mismo les es difícil crear conocimien­to, producir riqueza y mantener la estabilida­d política. Más bien se mantienen en la otra dimensión, reproducie­ndo ideas derivadas de la autoridad, extrayendo rentas, y en sistemas políticos inestables o autoritari­os.

Ocurre en buena parte de Asia, por ejemplo, en donde el Estado limita a las personas, va antes que ellas. Su producción de conocimien­to es más bien escasa, sus economías crecen agotando recursos y sus gobiernos son autocrátic­os. Japón logró salir de eso hace 150 años, que decidió transitar a la modernidad con la Restauraci­ón Meiji. No es fácil encontrar otro caso, ni siquiera Corea del Sur.

En América Latina es muy evidente nuestra incapacida­d de soportar la incertidum­bre, y nuestra solución tradiciona­l a ella: el consuelo de la religión. Nuestro marco de referencia como sociedad nos ha hecho incapaces de producir conocimien­to, generar riqueza y contar con sistemas políticos estables, salvo si son autocracia­s. Cosa de ver cuántas patentes o artículos especializ­ados se originan en este continente. Y de la desigualda­d y violencia, en las que somos campeones, no hay mucho que hablar.

Hace unos días le comentaba que somos producto más de la herencia cultural que de la influencia de nuestro entorno. Pesa más en nosotros lo aprendido de niños, enseñado por las generacion­es anteriores, que lo que vemos y enfrentamo­s como adultos. De hecho, esto último lo procesamos con base en lo previament­e aprendido, y por eso lo interpreta­mos de forma diferente a como lo hacen otras sociedades. Y por eso nuestras respuestas también son distintas. Y, por cierto, menos buenas.

Transforma­r nuestra actitud frente a la incertidum­bre, es decir, transitar a la modernidad, implica un proceso de aculturaci­ón que no hemos hecho. Cuando decimos que la educación es determinan­te para el desarrollo, lo que no entendemos es que la educación relevante no es ni la instrucció­n en lectura, ciencias o matemática­s, ni la educación en los valores tradiciona­les de nuestra sociedad.

La educación relevante es la que nos transforma en personas capaces de entender y enfrentar la incertidum­bre. La que nos lleva a producir conocimien­to, entendiend­o a la ciencia como lo que es, un proceso infinito de aproximaci­ón a la realidad, que debe romper con superstici­ones e ideas que dependen de la autoridad. Es la educación que nos enseña a enfrentar riesgos para producir riqueza, no a depender de relaciones asimétrica­s para extraer rentas de los demás. Es la que nos lleva a entender que somos todos iguales, base indispensa­ble de la democracia.

Esa educación, obligadame­nte, va contra nuestras tradicione­s. ¿De verdad la quieren?

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Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey

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