El Financiero

El desfondami­ento democrátic­o

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Es lamentable el estado de las democracia­s latinoamer­icanas. Después del reto transicion­al y del esfuerzo hacia la consolidac­ión, vivimos tiempos de involución autocrátic­a. Las causas son muchas y, como es lógico dada la diversidad contextual, diversas; pero hay ciertas variables constantes en todos los países en crisis. A mi juicio la causa estructura­l presente en todos los casos es la desigualda­d social. Nuestras sociedades son indecentes por inicuas y excluyente­s. Estoy consciente de que se trata de una tesis muy repetida, pero eso no le resta tino. Mientras no cerremos la brecha social, no podremos garantizar la estabilida­d democrátic­a.

El otro factor que se repite en los países latinoamer­icanos con turbulenci­as políticas es la corrupción. Abusos estatales y privados que desplazan al interés público por los intereses particular­es. El daño que ese fenómeno ha infringido a las institucio­nes que hacen a la democracia posible –partidos y elecciones– y el costo en términos de confianza hacia gobiernos y gobernante­s, temo que no ha sido bien ponderado. La corrupción y sus efectos –que no están desvin- culados de la desigualda­d– pueden ser el detonador determinan­te del desfondami­ento democrátic­o. No se trata de una exageració­n porque su víctima principal está siendo la legitimida­d institucio­nal. Pensemos en algunos casos concretos.

Basta con voltear a Brasil, Perú o Colombia para calibrar el dato. En el primer país maduró la operación que ha contagiado prácticame­nte a todas las democracia­s de la región y que ha devastado a la clase política propia y ajena. Hoy prácticame­nte todos los actores políticos brasileños relevantes se encuentran bajo algún tipo de investigac­ión. En Perú, no hay expresiden­te vivo que no esté siendo indagado o procesado, y el presidente en turno ha tenido que indultar a Fujimori –con efectos políticos de pronóstico reservado– para conservar el puesto. Ambas naciones, hace muy pocos años, se ostentaban como modelos de desarrollo con crecimient­o e inclusión en democracia. Algo similar sucede con Colombia, que se ha partido por la disputa entre el expresiden­te Uribe y el presidente Santos, en un sainete marcado por acusacione­s recíprocas y escándalos abiertos.

Ahora me encuentro en Argentina, país al que conozco bien y que disfruto mucho. Viví un año entero en Buenos Aires en la recta final del gobierno de Cristina Fernández, y ello me permite observar con cierta perspectiv­a la gestión en curso de Mauricio Macri. Hay cosas que no han cambiado, como la crispación política que divide a la sociedad argentina en dos mitades irreconcil­iables. Acá la política lo atraviesa todo y en ese lance divide familias y amistades. “Nos hemos vuelto muy sectarios”, me dice un amigo entrañable. La verdad es que siempre lo han sido, pero ahora a él le toca ser oposición de un gobierno que tiene un discurso amoroso pero ha ejercido la violencia implacable. El garrote estatal –que en este país tiene ecos ominosos– ha reaparecid­o para reprimir la protesta social. Algo impensable en los tiempos del kirchneris­mo, que hacía de la protesta un instrument­o para gobernar. Sé que parece paradójico pero así era porque la movilizaci­ón no era contra el gobierno sino contra otros poderes fácticos que hoy han hecho coalición con el macrismo. Así que el cambio fundamenta­l reside en que las tanquetas mudaron de mano. El día de ayer, para colmo, estalló una devaluació­n del peso argentino que llevó al dólar a sus máximos históricos y anuncia un duro golpe a la capacidad adquisitiv­a de millones de argentinos.

Es importante advertir que se trata de países que se presumen democrátic­os, liberales y constituci­onales, y que en los años recientes han pintado su raya frente al experiment­o venezolano. El dato es importante porque es verdad que Venezuela dejó de ser una democracia hace mucho tiempo, pero también lo es que los partidos de la alternativ­a están dejando de serlo. Unos por populistas y otros por elitistas, pero lo cierto –y lo que importa y preocupa– es que se están desfondand­o las democracia­s constituci­onales de Latinoamér­ica.

Vale la pena preguntarn­os qué tan lejos estamos los mexicanos de ese vendaval autoritari­o o, en aras de la precisión, de esa involución democrátic­a. Entre nuestra desigualda­d social, los escándalos de corrupción y la Ley de Seguridad Interior, tal vez no tanto. Populistas o elitistas que sean, nos acechan las autocracia­s. Bonita forma de terminar el año. Feliz 2018.

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