Lecciones de la historia
El inicio de un nuevo año es siempre la oportunidad de repensar lo que uno está haciendo. Un buen auxiliar de este propósito es el estudio de la historia. Aunque los acontecimientos nunca se repitan, es claro que uno puede aprender de los aciertos y errores del pasado.
Con frecuencia nos dicen que las políticas económicas del actual gobierno de Estados Unidos son “mercantilistas” y no alcanzamos a entender por qué se utiliza esa palabra en forma despectiva; mercantil y comercial son sinónimos y nos parecen actividades legítimas y provechosas.
La confusión surge porque el término se refiere a prácticas económicas específicas que fueron populares en Europa entre los siglos XV y XVIII.
Tuvieron consecuencias tan desastrosas que el concepto se volvió negativo.
Todavía eran importantes los gremios, cerrados a la competencia, que trabajaban bajo cuotas de producción determinadas y estricto control de calidad. Los comerciantes entregaban a los artesanos materias primas y herramientas para que trabajaran en casa; les pagaban por pieza producida. Los talleres, antecedente de la manufactura fabril, eran un sistema productivo que se empezaba a expandir.
En el Viejo Continente apenas se estaba asentando la idea del Estado-nación, las fronteras permanecían indefinidas y eran sangrientamente disputadas. Las potencias fincaban su futuro en la anexión de territorios adyacentes y colonias ultramarinas, con propósitos extractivos y geopolíticos.
BELIGERANCIA COMERCIAL
Su prosperidad derivaba de la venta de minerales, comestibles y textiles a otras naciones. Por ello, todos los instrumentos del poder estatal estaban organizados para expandir el comercio marítimo de larga distancia hacia Asia, África y América.
Sin embargo, esa era una aventura riesgosa, que frecuentemente adquiría matices de pendencia y requería de extensas flotas navales para protegerla. Mantenerlas era el principal gasto gubernamental, creciente en la medida en que se exploraban territorios más lejanos y los competidores reforzaban su propio poderío. Así, progreso y fortaleza militar eran interdependientes: el primero servía para sufragar el ejercicio de la fuerza y ésta era necesaria para proteger y aumentar los caudales. Se formó así un ciclo perverso, precisamente explicado por Juan Bautista Colbert (primer ministro de Luis XIV de Francia): “el comercio es la fuente de la fortuna; la riqueza es el nervio vital de la guerra”.
Para mayor complicación, la moneda de cambio de la época eran los metales preciosos y todo el comercio se manejaba con ellos. Al mismo tiempo, eran el recurso crítico para pagar ejércitos y flotas, abastecerse de material bélico, contratar mercenarios y subsidiar aliados. Por eso, la posesión de oro y plata se volvió crítica para el equilibrio de poder en Europa y cada país intentaba garantizar un ingreso estable de esos metales. Cuando al inicio del siglo XVI España se empieza a beneficiar de las minas del Nuevo Mundo, los monarcas de la Casa de Habsburgo adquieren una ventaja significativa, que origina nuevos altercados con sus rivales.
De hecho, todo ese tiempo la política exterior fue de confrontación. Las luchas armadas fueron frecuentes y prolongadas, se extendieron a las colonias y tuvieron un alto costo humano y material. Los pleitos religiosos, dinásticos y comerciales se resolvían violentamente, en detrimento del crecimiento que se quería auspiciar. El control del comercio con Asia y África fue la causa principal de las tres guerras anglo-holandesas (mediados del siglo XVII), que marcaron el declive de la hegemonía comercial de los Países Bajos y su reemplazo por Gran Bretaña como poder global dominante.
La Europa continental tardó en entender que la visión hobbesiana, que privilegiaba la lucha solitaria por sobrevivir, sin dejar espacio para la cooperación, irremediablemente conducía al enfrentamiento y a la pérdida de oportunidades. La herencia de tres siglos de nacionalismo agresivo fue la división y el atraso.
Los británicos decidieron experimentar algo diferente: el intercambio de mercancías sin aranceles y barreras; la organización del trabajo para mejorar la productividad; la sofisticación financiera para proveer liquidez y estabilidad. Paulatinamente los acuerdos comerciales fueron derribando el proteccionismo y sustituyendo a las alianzas militares; el intervencionismo en otras naciones dejó de ser la regla; los presupuestos ya no se dedicaron a comprar pertrechos de combate sino a hacer puentes y caminos.
El mercantilismo fue un absurdo juego de suma cero, en el que al final todos perdieron. Esa es la lección que todavía no aprenden en la Casa Blanca.