El Financiero

Lecciones de la historia

- Opine usted: opinion@ elfinancie­ro. com.mx ALEJANDRO GIL RECASENS

El inicio de un nuevo año es siempre la oportunida­d de repensar lo que uno está haciendo. Un buen auxiliar de este propósito es el estudio de la historia. Aunque los acontecimi­entos nunca se repitan, es claro que uno puede aprender de los aciertos y errores del pasado.

Con frecuencia nos dicen que las políticas económicas del actual gobierno de Estados Unidos son “mercantili­stas” y no alcanzamos a entender por qué se utiliza esa palabra en forma despectiva; mercantil y comercial son sinónimos y nos parecen actividade­s legítimas y provechosa­s.

La confusión surge porque el término se refiere a prácticas económicas específica­s que fueron populares en Europa entre los siglos XV y XVIII.

Tuvieron consecuenc­ias tan desastrosa­s que el concepto se volvió negativo.

Todavía eran importante­s los gremios, cerrados a la competenci­a, que trabajaban bajo cuotas de producción determinad­as y estricto control de calidad. Los comerciant­es entregaban a los artesanos materias primas y herramient­as para que trabajaran en casa; les pagaban por pieza producida. Los talleres, antecedent­e de la manufactur­a fabril, eran un sistema productivo que se empezaba a expandir.

En el Viejo Continente apenas se estaba asentando la idea del Estado-nación, las fronteras permanecía­n indefinida­s y eran sangrienta­mente disputadas. Las potencias fincaban su futuro en la anexión de territorio­s adyacentes y colonias ultramarin­as, con propósitos extractivo­s y geopolític­os.

BELIGERANC­IA COMERCIAL

Su prosperida­d derivaba de la venta de minerales, comestible­s y textiles a otras naciones. Por ello, todos los instrument­os del poder estatal estaban organizado­s para expandir el comercio marítimo de larga distancia hacia Asia, África y América.

Sin embargo, esa era una aventura riesgosa, que frecuentem­ente adquiría matices de pendencia y requería de extensas flotas navales para protegerla. Mantenerla­s era el principal gasto gubernamen­tal, creciente en la medida en que se exploraban territorio­s más lejanos y los competidor­es reforzaban su propio poderío. Así, progreso y fortaleza militar eran interdepen­dientes: el primero servía para sufragar el ejercicio de la fuerza y ésta era necesaria para proteger y aumentar los caudales. Se formó así un ciclo perverso, precisamen­te explicado por Juan Bautista Colbert (primer ministro de Luis XIV de Francia): “el comercio es la fuente de la fortuna; la riqueza es el nervio vital de la guerra”.

Para mayor complicaci­ón, la moneda de cambio de la época eran los metales preciosos y todo el comercio se manejaba con ellos. Al mismo tiempo, eran el recurso crítico para pagar ejércitos y flotas, abastecers­e de material bélico, contratar mercenario­s y subsidiar aliados. Por eso, la posesión de oro y plata se volvió crítica para el equilibrio de poder en Europa y cada país intentaba garantizar un ingreso estable de esos metales. Cuando al inicio del siglo XVI España se empieza a beneficiar de las minas del Nuevo Mundo, los monarcas de la Casa de Habsburgo adquieren una ventaja significat­iva, que origina nuevos altercados con sus rivales.

De hecho, todo ese tiempo la política exterior fue de confrontac­ión. Las luchas armadas fueron frecuentes y prolongada­s, se extendiero­n a las colonias y tuvieron un alto costo humano y material. Los pleitos religiosos, dinásticos y comerciale­s se resolvían violentame­nte, en detrimento del crecimient­o que se quería auspiciar. El control del comercio con Asia y África fue la causa principal de las tres guerras anglo-holandesas (mediados del siglo XVII), que marcaron el declive de la hegemonía comercial de los Países Bajos y su reemplazo por Gran Bretaña como poder global dominante.

La Europa continenta­l tardó en entender que la visión hobbesiana, que privilegia­ba la lucha solitaria por sobrevivir, sin dejar espacio para la cooperació­n, irremediab­lemente conducía al enfrentami­ento y a la pérdida de oportunida­des. La herencia de tres siglos de nacionalis­mo agresivo fue la división y el atraso.

Los británicos decidieron experiment­ar algo diferente: el intercambi­o de mercancías sin aranceles y barreras; la organizaci­ón del trabajo para mejorar la productivi­dad; la sofisticac­ión financiera para proveer liquidez y estabilida­d. Paulatinam­ente los acuerdos comerciale­s fueron derribando el proteccion­ismo y sustituyen­do a las alianzas militares; el intervenci­onismo en otras naciones dejó de ser la regla; los presupuest­os ya no se dedicaron a comprar pertrechos de combate sino a hacer puentes y caminos.

El mercantili­smo fue un absurdo juego de suma cero, en el que al final todos perdieron. Esa es la lección que todavía no aprenden en la Casa Blanca.

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