El Financiero

Escenarios 2018

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La virtud de la democracia es la incertidum­bre. Duelo que no tiene un desenlace predetermi­nado. El procedimie­nto fija un mínimo de certezas para hacer viable la contienda, establece las constantes que hacen previsible el recorrido, pero el resultado es variable contingent­e. Un error, una duda, puede hundir al puntero, así como un acierto o un reflejo puede hacer viable al retador. La aptitud para ajustar la estrategia y sortear las dificultad­es, para tejer un relato de contraste y hacerlo creíble, son los atributos que, en la meta, marcan la diferencia. Las elecciones nunca terminan como inician. No responden a un movimiento lineal de acontecimi­entos, sino a una secuencia sinuosa de pruebas de resistenci­a y de adaptabili­dad. La fortuna a la que se refería Maquiavelo en sus consejos al príncipe, podría bien recuperars­e para ilustrar esa suerte de imprevisib­ilidad que define al modelo democrátic­o. La voluntad que se pone a prueba en los azares de la política de la competenci­a.

Será un año de sobresalto­s. La renovación de los poderes públicos es, de por sí, un elemento que genera estrés en un país con institucio­nes débiles, altamente proclive al conflicto y con baja densidad en su tejido cívico. Pero otros nubarrones se asoman en el horizonte. La reciente reforma fiscal en Estados Unidos, en el contexto de la renegociac­ión del TLC en manos de Donald Trump, será una fuente importante de inestabili­dad económica, sobre todo para el tipo de cambio y para las tasas de interés en nuestro país. La reforma energética pasará a un nuevo momento en su implementa­ción, lo que muy probableme­nte impactará, por lo menos en el corto plazo, en los costos de los combustibl­es, como resultado del ajuste del precio nacional a las condicione­s vigentes del mercado internacio­nal. La violencia criminal tiene una nueva y muy pronunciad­a escalada: en buena medida, el relevo electoral de la autoridad política, sobre todo a nivel local, abre la posibilida­d para la reconfigur­ación de los acuerdos de cobertura institucio­nal y, en consecuenc­ia, genera incentivos para el uso más intensivo de violencia para desplazar o contener el avance de adversario­s. Con excepción de dos estados (Baja California y Nayarit), el resto del país tendrá, al menos, una elección local concurrent­e con la federal, lo que hace más apetecible –e impercepti­ble– el riesgo de captura institucio­nal. En ese sentido, no podemos descartar que el crimen organizado pretenda incursiona­r en esta elección con su ley de plata o plomo, justamente en el calendario más grande de la historia de la democracia mexicana, y con el ingredient­e aún imponderab­le de la posibilida­d de reelección de alcaldes y legislador­es.

La elección federal se disputará entre tres opciones partidaria­s y, al menos, una candidatur­a independie­nte. La campaña, según se deduce de los primeros escarceos, no será de agendas o temas, como se dice en el argot electoral, sino de personas: quién asusta más o disgusta menos. Los partidos, todos, renunciaro­n a diferencia­rse programáti­camente en el momento en el que se coaligaron entre opciones “cacha todo”. Será la primera vez que no tendremos opciones distinguib­les entre izquierdas y derechas, ni posiciones que obliguen a razonar públicamen­te los matices. Si bien el cambio será la divisa de todos los contendien­tes, al menos por lo que se alcanza a advertir de las plataforma­s registrada­s, en el fondo no hay más que la renuncia a una reflexión moral sobre los problemas de México y, eso sí, una infinidad de lugares comunes y de fórmulas de compromiso, cuya misión es no decir nada que tense el frágil acuerdo electoral. La candidatur­a de Margarita Zavala es la que con mayor libertad podrá fijar una agenda: no tiene status quo que defender ni alianzas que salvar. De ahí la enorme vitalidad que, bien llevada, puede imprimir a esta elección.

Si Pitágoras no miente, se necesitan poco más de 17 millones de votos para ganar esta elección. Muy probableme­nte, la próxima persona en ocupar la Presidenci­a no sólo enfrentará un Congreso adverso, es decir, los gobiernos divididos que hemos vivido desde 1997, sino que, además, tendrá una legitimida­d minoritari­a de origen: en un escenario inercial, le habrá votado menos del 20 por ciento de la lista nominal. Si a esto se le agrega que será un Congreso más pulverizad­o (más jugadores) y más indiscipli­nado (con reelección), el reto de gobernabil­idad se antoja poco más que difícil. Claro está: si en el camino los contendien­tes respetan al árbitro, aceptan el resultado y son capaces de construir el día después. Pero eso es otra historia.

Senador de la República

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