El fin del mundo masivo
Tanto la geopolítica como la economía presentan situaciones complicadas, según hemos comentado los últimos días. Por un lado, el retroceso estadounidense, que abre una época de potencias regionales; por otro, la combinación del pago de los costos del Estado de Bienestar con la caída poblacional en los países desarrollados, que no ha podido compensarse con el ascenso de los emergentes. Ambos procesos guardan cierto parecido con fines de época ocurridos en otros tiempos.
A inicios del siglo XX, Gran Bretaña era el hegemón, pero ya no estaba en su mejor momento. Alemania decidió desafiarla, dando inicio a la I Guerra Mundial. Coincidentemente, Gran Bretaña tenía serias dificultades financieras, que se ampliaron con la guerra y le abrieron el espacio a Estados Unidos para convertirse en la potencia que después sería en ambos frentes: la hegemonía militar y la centralidad financiera mundial. Otro ejemplo es el fin del Imperio Romano, también la suma de vulnerabilidad militar y financiera. O si gusta uno más cercano, el del Imperio Español, destruido en el esfuerzo de enfrentar a todos al mismo tiempo, sin contar con recursos financieros para ello.
De estos tres casos (hay muchos otros), hay algo que se puede aprender. Tanto el primero como el tercero, los más recientes, terminaron en una sustitución en el liderazgo mundial, debido a fortalezas tecnológicas (y organizacionales) que, eventualmente, redundaron en mayor crecimiento económico. El Imperio Español es derrotado por las Provincias de Países Bajos, cuna del capitalismo, cuyo liderazgo se trasplantó a Gran Bretaña con la Revolución Gloriosa (1688), dando inicio al ascenso de ese país. Ya veíamos la caída de los británicos, que dio lugar al ascenso estadounidense. Ambos procesos de sustitución, desafortunadamente, se acompañaron de grandes conflagraciones: las guerras religiosas (incluyendo la más violenta de la historia, la Guerra de los Treinta Años), y las dos guerras mundiales del siglo XX.
La caída de Roma es muy distinta. No hubo una transformación de fondo que permitiese al menos mantener la riqueza del Imperio destruido. Y aunque el milenio transcurrido desde entonces hasta el llamado Renacimiento no fue una edad tan oscura como nos enseñaban en la escuela, sí fue una época bastante pobre. Y más que un gran enfrentamiento, lo que hubo fue inestabilidad durante siglos.
No se trata de amargarle el inicio de 2018, porque además ya decíamos que eso de adivinar el futuro no funciona. Pero recuperar alguna información del pasado puede ser útil. Considerando la que hemos comentado, conviene mencionar que en este momento todo indica que sí existe un proceso de transformación tecnológica y organizacional que guarda algún parecido con los vividos en el siglo XVI y el XX. Mientras en el primero la aparición de la imprenta permitió nuevas formas de pensar y organizarnos, que eventualmente se convirtieron en nuevas formas de producir, en el siglo XX eso se logró con la llegada de los medios masivos, que también nos permitieron construir un mundo diferente en el que por primera vez todos participaron en la política, y todos pudieron tener acceso a gran cantidad de bienes y servicios. Fue el siglo masivo.
Ahora ese cambio lo ofrecen las redes (sociales y no). Lo que rompe con la masividad es precisamente el acceso que las tecnologías de información y comunicaciones nos permiten. Posiciones y preferencias sumamente minoritarias en pequeñas ciudades no lo son tanto cuando se considera a naciones enteras. Alguien que se consideraba totalmente aislado en el mundo casi uniforme del cine y la televisión, puede encontrar otras personas muy similares en el mundo del Internet.
El mundo masivo, globalizado, termina.
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Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey