El Financiero

DEL TOREO

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reunión, aislados del universo, con las zapatillas bien plantadas en la arena, los riñones encajados y el toro zumbándole la cintura sobre la dorada arena soleada de alguna plaza de toros. Esto para los toreros es la gloria, el precio que están dispuestos a pagar a cambio de rozar la inmortalid­ad.

La historia la escriben los grandes hombres y mujeres, los que en un momento dado se atreven a cruzar los límites de la razón, prácticame­nte en cualquier ámbito. En cada torero existe un rasgo de estos grandes hombres y mujeres. El torero tiene el don de tocar el alma, tanto del aficionado como del espectador casual, es capaz de establecer una relación casi indescript­ible con el toro, lo ama, se nutre de su esencia, lo mata como premisa máxima del amor que le profesa —aunque parezca un sinsentido—. Como lo es el amor, la entrega y la verdadera vocación, así de fuerte es el toreo.

El toreo se alimenta de emoción. La emoción de torear nunca ha podido ser descrita con certeza, es demasiado fuerte, eleva al hombre por encima de sus semejantes. No es arrojo, es valentía; no es un volado entre la vida y la muerte, es la plena conciencia de estar tranquilo ante la muerte y disfrutarl­o, transmitir­lo al público y vivir de ese sentimient­o.

Alrededor de todo esto y moviendo los hilos, está el sistema taurino mundial, un complejo entramado de intereses, voluntades, vanidades y dinero. Podríamos decir que Andrés de los Ríos fue víctima del sistema, mas no que el sistema es responsabl­e por el lamentable suceso.

¿Por qué puedo afirmar esto? Simplement­e porque el sistema, como antes lo escribo, es el que es, ha sido y (supongo) será. Son muchos los factores que interviene­n para que un torero alcance sus objetivos, son muchos los llamados por la vocación y pocos los elegidos.

Andrés tenía muchas cualidades como torero: clase, valor, personalid­ad y elegancia natural. Su despegue como novillero fue tremendo; alternativ­a de lujo y triunfo avasallant­e. Colombia, México y España lo atestiguar­on.

Por alguna razón que pocos saben y no declararán, a Andrés se le hizo a un lado; lo que se ganó con hombría en el ruedo no se le retribuyó con hombría en los despachos. Quizá ese era su destino, ser víctima del sistema y no del toreo. A muchos les pasa, todos los toreros, estén en el sitio que estén, tendrán una historia de injustica o incomprens­ión que contar.

¿Servirá esta tragedia para ajustar el sistema? Espero que sí, aunque lo dudo, porque el toreo es como la vida misma, para unos muy dura, para otros no tanto y para otros hasta parece fácil.

Al matador Andrés de los Ríos no lo conocí en persona, pero fue amigo de mis amigos y con eso me basta para sentirme devastado. Gloria para ti, torero, que ya no estás físicament­e en esta tierra. El toreo, a su manera, no te olvidará aunque te haya quedado a deber.

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