La economía es política y la política económica más
La política económica se volvió un proceso social y político a “puerta cerrada” sin, por ello, dejar de ser una actividad compleja, arraigada en las múltiples prácticas sociales y perspectivas políticas que dan sentido al Estado y la vida pública. Los actuales dueños del proceso, llenos de orgullo porque uno de los suyos puede llegar a la Presidencia de la República, suelen presentar lo anterior cubierto de supuestos, a veces ciertos, conocimiento y destreza técnica. Sus vestidos preferidos son presentaciones de power point y algunas ecuaciones de primer grado, proyecciones lineales y mucha seguridad.
La entronización del llamado pensamiento único se volvió costumbre y ha derivado en mala educación, pandemia por los corredores de Hacienda, hasta llegar a las calles de la Condesa donde habitan los hombres de las nieves. Cuando la apertura política y la democracia no llegan a los pasillos del poder constituido sucede que los actores principales de la política se dedican, por ejemplo, a saltar de un partido o una posición a otra, y la ciudadanía, organizada o no, rumia su descontento y de vez en vez ilustra al pueblo con sus hallazgos en materia de contabilidad gubernamental, discrecionalidades abusivas y desfalcos indignantes.
Pero la Sancta Sanctórum de la política económica y por extensión subordinada de la política social, se mantiene intocada, aunque haya tenido que repartir migajas, moches y transferencias más o menos ocultas entre diputados, senadores y gobernadores.
Y así van las “cosillas” del poder sin que las del querer puedan desplegarse en reclamos consistentes de un cambio de rumbo. De contenido y composición de los principales receptáculos y vehículos de las decisiones políticas. Por lo pronto, todo se hace en el sigilo, con base en algunos valores entendidos, en medio de homenajes a gurús y antiguos habitantes de los aposentos de Don Benito y doña Margarita o de Ives Limantour o don Porfirio.
Se dice que estas prácticas, que cultivan el secreto burocrático de tal modo que Max Weber buscaría replicar para ampliar su extraordinario ensayo al respecto, se han probado eficaces para poner en orden las ansias de novillero tanto de los gobernantes como de las pulsiones populistas corrosivas de más de un aspirante a caudillo. Lo mismo se ha dicho del TLC y “sus virtudes”, como candado de la política económica nacional.
Puede ser, pero lo que es imposible, es pretender justificar la persistencia de una orientación económica que consiste en lograr unos equilibrios, un tanto fantasmales, a costa del bienestar social de la mayoría y del debilitamiento de las condiciones necesarias para crecer más y de manera sostenida. Para responder al reclamo social larvado pero creciente y a las demandas postergadas de una demografía transformada, compuesta por hombres y mujeres jóvenes, que no ha encontrado respuestas de una economía también transformada, pero que ni crece ni distribuye.
Justicia social, por lo menos como la de aquellos tiempos, junto con un crecimiento económico atento de la demografía, que en nuestro caso quiere decir mejor empleo y excedentes para la salud, la educación y las pensiones, debería ser el núcleo de una exigencia que, proveniente del reclamo democrático inaugurado en 1968, lo volviera social y gracias a la democracia alcanzada, se blindara contra toda tentación corporativa o encanto privatizador.
Entonces sí que nos haría muy bien a todos la aclimatación de tanto conocimiento económico y destreza técnica como las que presumen tener los neoliberales quienes, hasta hoy, no han podido pasar de la aplicación a rajatabla de los principios de la economía doméstica a una sociedad compleja que merece mejor trato.
Sólo entonces empezaríamos a romper esta rutina exasperante que algunos optimistas irredentos llaman campaña política.
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